¿No será necesaria gran fortaleza para arrostrar tan gran peligro?
Dela Dios a los verdaderos patriotas para que no quede la patria abandonada a una multitud de ignorantes y de pícaros que la sacrifiquen, que es el resultado de la separación de los buenos.
Padre Félix Varela.
Índice:
A modo de prólogo: reflexiones de una maestra.
Capítulo I El Color de los sueños.
Donde todo comenzó.
María Esperanza.
Amaneciendo.
El amor.
La familia.
Los amigos.
El primer trabajo
CAPÍTULO II Resielencia
El derrumbe.
El regreso
¿Crisis de valores?
Por la ruta de los héroes.
El trabajo.
El caudillo
Conociendo a un héroe por dentro
El despertar
Epílogo
A modo de prólogo: reflexiones de una maestra.
La vida es un laberinto de contradicciones, de subidas y bajadas, retrocesos y avances; un tormentoso río que corre estrepitoso y se recrea en remansos cantarines y sosegados, para volver a lanzarte al abismo y recatarte en momentos especiales. Pero no se puede tener miedo a vivir. Es necesario lanzarse al agua con la brújula en el corazón y la felicidad en el rostro. Y recuerda –como decía José Martí- que no puede ni merece ser feliz, quien no contribuya a la felicidad de los demás.
Vivimos dentro de una cultura. La cultura es una tela de araña resistente, construida con partículas de la vida cotidiana y retazos de realidad pegados en caos o armonía hasta parecernos coherentes. Ella aprisiona nuestro espíritu libre, reduciéndolo al sentido común; doblega la voluntad por el correr de lo establecido y sin darnos cuenta, dentro de ella, nos convertimos en seres tan obvios y evidentes, que podemos aprendernos de memoria los unos a los otros. Nos da seguridad, pero cuando irrumpe lo diferente en nuestro pequeño espacio de confort -que creemos el universo- lo rechazamos. No estamos preparados para aceptar lo impredecible y de ello está compuesta la vida.
La mayoría no puede separarse de su cultura y mirarse desde afuera. Solo los ingeniosos o los fantasmas pueden hacerlo y el resto quedamos boquiabiertos cuando nos cuentan lo que ven. Por eso los llamamos inadaptados, marginales, o locos. A mí me faltó constancia para ser un talento y originalidad para ser un genio, pero no valor para intentarlo. Vivir intensamente cada día antes que baje el telón y todo termine sin aplausos. La receta para ello es no dejarte jamás dominar por el resentimiento, la envidia o el lamento. Del pasado no se puede cambiar ni un segundo, por lo que su recuerdo solo nos sirve para acumular experiencia con que afrontar el presente y caminar hacia el futuro y siempre con las ansias de conquistar lo elevado.
Aunque cada cultura tiene su propia dinámica interna, existe una interrelación recíproca entre formas análogas o contrapuestas que enriquece constantemente el espectro. El diálogo y la interactiva influencia son un hecho evidente y dentro de cada una de ellas las nuevas generaciones son simiente del desarrollo. La integración generacional en ocasiones se torna difícil; pero hagamos hoy un esfuerzo para platicar entre sí, por tratar de entendernos y hacer posible la magia de la herencia. Sin ella serían imposibles la supervivencia de las tradiciones, las costumbres, los modos de vida: la cultura misma.
Los jóvenes de hoy se motivan por los proyectos plurales y la libertad individual, conceptos que se presentan de forma “novedosa”, renovados por la propuesta ético-filosófica y cultural global, pero que son muchos más antiguos que la epopeya revolucionaria del pueblo cubano. Se fundamenta en teorías racionalistas que sobrevaloraban la construcción del conocimiento a partir de la actividad interna del hombre, considerando la cultura, más como paradigma, como ideal, que como práctica socio-histórica, descendida a nivel de espiritualidad.
En las renovadas propuestas globales, como en el siglo XVII, la cultura se presenta como un ideal que todos debíamos alcanzar, como el mejoramiento del hombre y su intelecto. Esta idea sucumbió cuando el desarrollo científico técnico nos miró drogados, aislado, utilizando amigos cibernéticos en la peor de las soledades; cuando la “civilización” nos enfrentó entre sí en la más destructiva de las guerra, la del espíritu; cuando inventamos misiles de alta tecnología para devastar pueblos enteros, porque su cultura, o sus creencia nos parecieron raras o diferentes; o porque éstas no estaba de acuerdo con los estereotipos establecidos por el poder.
Así fue como la democracia se convirtió en la dictadura, la derecha en la izquierda, el socialismo en fascismo y construimos –como dice Galiano- un mundo al revés. ¿Cómo logran que lo antiguo parezca cercano y creíble, mientras nosotros persistimos en trasmitir la cultura como se describe un fósil?
Ahora, en el 2023, cuando veo los titulares de la prensa, creo que el mundo no cambió mucho desde Sodoma y Gomorra, aunque toda mi juventud esperé el siglo XXI como una nueva era, donde debía vivir un hombre diferente, con un espíritu altruista y desinteresado. En esta creencia eduqué a las nuevas generaciones en su momento y ahora –ante lo adverso- me enfrento la realidad con optimismo.
Comunicar cultura es problema muy serio, sobre todo si no entendemos que esta tiene sus orígenes en la práctica socio-histórica y no en paradigmas intelectuales construidos por el hombre. Pongamos un ejemplo para entender mejor el problema que se quiere analizar. En todas las culturas hay hombres prominentes, pero nosotros continuamos presentando a los protagonistas de la tradición como entes legendarios, inalcanzables y precisamente por lo inaccesible difíciles para tomarlos de modelo. Hacemos más hincapiés en las causas que defendían, los ideales por los que sobresalían, que en cómo eran ellos realmente; y a pesar de que un hombre, por justo que sea, siempre tiene defectos, los dábamos a conocer como seres abstractos, carentes de naturaleza. Tan alta sacralización produce el efecto opuesto al que deseamos, al no poder brindar una imagen real de los extraordinarios.
Ignoramos que entre el pensamiento y la acción hay una compleja interrelación y las cosas no son tan simples como se quieren contar. No se hace nada con describir estereotipos que ocultan lo humano de cada obra... de cada ser: sus dudas, sus pasiones, sus equívocos; porque la perfección de esos seres que presentamos, los hace más fantásticos que reales.
Cuando explico en clases el proyecto militar para asaltar el Cuartel Moncada, no logro que mis alumnos se identifiquen con aquellos jóvenes de su misma edad que marcaron el inicio de una época, no consigo que los amen.
Aún me duele en el recuerdo aquella joven, Haydee, a quién le mataron todo lo que más quería: su novio, su hermano... Y a la que sólo le quedó la patria como sostén en su agonía. Se me anuda la garganta y aún retumban en mis oídos sus palabras: “La muerte segando a los muchachos que tanto amábamos. La muerte marchando de sangre las paredes y la hierba. La muerte gobernándolo todo, ganándolo todo. La muerte imponiéndosenos como una necesidad y el miedo a morir sin que hayan muerto los que deben morir, el miedo a morir cuando aún la vida puede ganarle a la muerte una última batalla”.
La incapacidad para trasmitir sentimientos- los cuales, según Vigostky son la base de los valores que se poseerán en la adultez- muchas veces hace que se pierda la diversidad de ideas, la posibilidad del diálogo con las nuevas generaciones. Mientras que éstos se sienten impotentes para imitar lo “perfecto”, les resulta increíble la anécdota que trasladamos. Creyéndonos portadores de la verdad absoluta hacemos imposible el intercambio. De igual forma la consigna de “seremos como el Che” , aunque muy popular, se hizo imposible. ¿A quién culpar?, ¿al desconocimiento?, ¿al oportunismo?, ¿al poder? o ¿al hombre? También exagerar las cosas que queremos venerar es una cualidad humana, pero muchas veces actúa contra nuestros propósitos.
Sé que los hombre trataremos de justificarnos, decir que si la correlación de fuerzas, que si no hay que perder la fe y debemos seguir luchando. ¿Es que toda mi vida –la de todos- no ha sido una eterna lucha del bien contra el mal? Sin embargo, cada quién entiende el bien a su manera, cada cual se justifica a su forma; como decía un amigo mío: -“cada cual tiene su cuentecito”. Y no es Dios quién distribuye la bondad en el mundo; sino, los centros de poder. Ellos dicen qué es verdad y qué es mentira, quiénes son los buenos y cuáles los malos; y la prensa -el cuarto poder- lo repite hasta hacerlo indiscutible. Por eso es necesario seguir formando hombres racionales, con criterio propio, con optimismo e independencia. Un mundo mejor siempre será posible.
Ahora ya no puedo explicar muchas cosas, esas mismas que antes me parecieron evidentes, pero trataré de hacer un esfuerzo por ustedes, porque considero que le debo también mi “cuentecito”. Ahora quiero escribir una historia diferente, una historia viva: la historia e la gente sin historia. ¿Será pretensión de mi parte querer resucitar a los muertos?, ¿hacer amar a los vivos? Puede ser que no lo logre, pero no dejaré de intentarlo porque esta generación se lo merece y porque necesito soltar lastre para ascender a lo infinito.
Capítulo Il Color de los sueños.
I
Donde todo comenzó.
La vida está llena de matices y no se puede narrar en blanco y negro, porque sólo en sus matices se puede encontrar el color de la felicidad. El pueblo donde nací estaba -como casi todos los construidos en tiempo de España- a orillas de un río. En la década de los años 50, sus casitas de una sola planta y las calles polvoreadas por el rojo de los tejares, o la lana de las fábricas textiles, se amontonaban alrededor de la plaza donde se levantaba la iglesia.
El nombre de este poblado, según mi opinión, no tenía nada de original, provenía de un sembradío de calabazas, como esos que existen de forma casi espontánea en tantos lugares del archipiélago, sin que por ello se utilicen para darle calificativo al vecindario donde se encuentran.
Dicen los estudiosos, que detenidas en la virtualidad del tiempo y el espacio, las tierras donde ahora estaba mi pueblo, formaron parte del corral de Don Juan Bautista de Rojas, al cual se llegaba, desde la próspera villa de San Cristóbal de La Habana, por el “Camino del Monte”. También decían que cerca de él lucharon en el siglo XVIII los Vegueros; quienes quisieron conseguir para sus cultivos, libertad de mercados y mejores precios.
Allí aprendí a amar a nuestros ancestros, los aborígenes, con sus cuerpos elásticos y desnudos, sus cabellos brillantes y su ingenuidad de niños; así me ejercité en odiar a los que los hicieron desapareces como grupo social, impidiendo que nos legaran más de su cultura armónica con el entorno natural. Ellos nos iniciaron en la economía de subsistencia, mediante la apropiación de tierras incultas, la cual, ignorando cualquier forma de propiedad, ha perdurado en este continente durante siglos. Sembraban en pequeños “conucos” utilizando la técnica de la tumba y quema de monte, el tabaco, el maíz, la yuca y el ñame, tal y como los apreciamos hoy y cuando la tierra se encontraba agotada, se trasladaban a nuevos sitios, dejando en el anterior las “pelúas”, o zonas de monte baldío.
Vivía en bohíos y caneyes, parecidos a los que construyen en todos nuestros campos los guajiros, dormían en hamacas, como esas que utilizamos en nuestros días para tumbarnos a la sombra y que gracias al prodigio de la “civilización”, atravesaron los mares en los navíos españoles. Tomaban sus líquidos en jícaras, como en las que prefieren beber el café o el ron muchos montunos y pescaban en los cayos, tal como los llamamos hoy.
Así fue como numerosos cuentos en la infancia pintaron en mi mente una imagen de los ancestros, porque cuando nací ya vivíamos en una república a medias, donde los vientos del norte no dejaron hondear libremente mi bandera. Por eso se volvieron a alzar los cubanos frente a la tiranía de los años 30 y más tarde, en el año 1953, por nuestra definitiva independencia.
El surgimiento de lo cubano tuvo un parto doloroso. Este se debate entre la plantación y el pensamiento liberal y se concreta en el período de auge y decadencia de la sociedad esclavista; donde el esclavo y su amo interactúan en el marco de los rezagos de la gran propiedad sobre la tierra, el desarrollo del comercio y la formación del sistema capitalista mundial.
La plantación esclavista dominó el espacio físico en el siglo XVIII, con un significativo predominio del componente étnico africano, el cual se instituye en fantasma y primera causa del conservadurismo político y social. El mercado internacional se encargó de establecer raseros y de agudizar las diferencias entre los productores mediante el proceso de concentración y centralización de la producción. El estímulo a las inmigraciones blancas de canarios, catalanes y gallegos, unidas a las de yucatecos y chinos, hará más heterogéneo el mosaico de la población, dando origen a la amalgama que hoy identifica a lo cubano.
Toda mi infancia estuve rodeada de héroes reales y sin embargo, no los veía claramente. En la medianía del siglo XX, en el pueblo - se conspiraba y se murmuraba todo el tiempo: “que si Pedrito Trigo es del movimiento”, “que si Fidel y sus hombres están entrenando por la presa de Paso Seco”, “que si a Julio lo mataron en el Moncada”, “que si desembarcaron por Oriente y Larita está muerto”. A mí, que no alcanzaba a mirar por encima de la mesa de la cocina, me apostaban en la puerta de la casa, mientras mis padres escuchaban, pegados al aparato, la Radio Rebelde.
Muy especial para todos fue aquella mañana de enero de 1959, donde se armó tremenda algazara: decían que había huido Batista. Recuerdo que al amanecer, aún media dormida, salté a través del mosquitero vestida solamente con el pijama. Apenas puse los pies en el piso, corrí a la puerta de la casa, ¡qué veo!, mi mamá y vecina que hace tiempo no se hablan se abrazan, ¡esto sí es un sueño!; ¡también se abrazan los hombre y hasta lloran los abuelos! ¿Qué está haciendo mi papá que ni siquiera me ve?, ¡saca una bandera cubana! Sin asaltarme el pudor, ni sentir los pies descalzos, salgo a la calle tras él; lo halo por la camisa: -”papá, papá, ¿qué pasa?, ¿por qué están cantando en el pueblo?”. Fue entonces cuando eufórico como estaba notó mi presencia, me levantó en brazos y dijo: -” ¡hija, ahora si vas a saber cómo son los héroes por dentro!”.
El fervor de todo un pueblo me tomó en sus brazos y construyó mi esperanza. Me alzaron y me hicieron avanzar, sin que pudiera huir, siguiendo huellas y aunque no eran mías pude sentir como propias. Millones de banderas me dieron en el rostro y un mar de amor me nubló los ojos, haciéndome olvidar cualquier otro posible camino. Me sentí heroína de epopeyas extrañas, como aquella que se repitió durante todo una año y que decía: “Estudio, trabajo, fusil/ lápiz, cartilla manual/ ¡Alfabetizar!, ¡alfabetizar!/ ¡Venceremos!“; o esa otra de “ahí marcha la mochila del café en los hombros gloriosos de la juventud cubana”. Fue así como viví en un mundo de sueños y conocí su color.
Ya para el año mil novecientos sesenta y cinco, la década había estimulado las esperanzas y en cada corazón había anhelos de un mundo mejor. En el de mío, especialmente sensible, también vivía –tal vez más que en otros- esa expectativa.
Era época de revoluciones. Desde el mayo francés, de 1968, ni el mundo ni la vida volvieron a ser como antes. Lo que inicialmente se manifestó como una ingenua media para democratizar la enseñanza, rápidamente encontró banderas más extremas como fustigar la guerra de Vietnam y por encima de todo, derribar un régimen político que no se correspondía con sus sueños de libertad. Y eso sucedía porque la semilla de la revolución cubana caía en tierra fértil.
Estamos hablando de otro mundo, muy lejano al de hoy. Los hippies, y la lucha ecológica proveniente de ésta filosofía, la expresión mundial de países que hoy se conocen como tercermundistas, la teología de la liberación, la revolución sexual, los movimientos guerrilleros en América Latina, las luchas por la independencia en África, la holeada de huelgas obreras, la igualdad jurídica en diversas partes del mundo y especialmente en los Estados Unidos, la educación horizontal que permitió que profesores y alumnos construyeran el conocimiento conjuntamente, la avanzada comunista mundial ilustrada con la victoria del pueblo vietnamita, la existencia de una Revolución Socialista en Cuba y la idealización del arquetipo de hombre que debía primar en el siglo veintiuno, personificado en la imagen del Che, adornaban la faz de este planeta.
Los éxitos de los Beathes, el pensamiento y la capacidad organizativa de mujeres como Simone de Beauvoir y Betty Friedan, el del Black Power en los Estados Unidos, la bandera del Movimiento 26 de julio hondeando en la Estatua de la Libertad y Ángela Devy dando discursos en La Habana, permitieron escuchar voces alternativas que influía en la vida intelectual y en el quehacer cotidiano.
Aquí vivíamos al compás de la revolución. En los cines se estrenaban películas y documentales de un corte nuevo, donde los hombres de pueblo eran protagonistas. Aparecían en las carteleras “La Muerte de un burócrata”, “Lucía”, “Memorias del Subdesarrollo”, acompañadas de clásicos del cine como “la Quimera de Oro”, “Marilyn Monroe in Memoria” y “Harakiri”, consecuencia del deseo que mostró desde un inicio el gobierno socialista de educar a la población.
En las librerías empezaron a parecer, a precios populares, libros de la literatura universal como “Relatos de Kafka” de Franz Kafka, “Platero y yo” de Juan Ramón Jiménez, “Cien Años de Soledad”, de Gabriel García Márquez y “Vuelo Nocturno” de Antoine de Saint Exsupery; mientras la “Plaza Cívica” se convertía en Plaza de la Revolución y fruto de la mano del escultor Juan José Siere, se levantaba la enorme figura de José Martí.
Fidel se reunía con Hemingway, mientras la música de “Los Memes”, Eddy Gaytán, Los Zafiros, Pello el Afrocán, Los Cinco Latinos o los Fórmula V, llenaba los ruidos capitalinos. Los protagonistas del Pop Art y el Opart de todo el mundo, pintaban -durante el XXIII Salón de Mayo en el Pabellón Cuba- un inmenso mural que recogía frases como: “amo, amor del odio, anillo blanco y negro de la Revolución”; “los miserables también quieren vivir” y “la poesía sangra”
Algunos han querido limitar el tiempo que yo viví a la construcción y la destrucción de un muro, pero se equivocan, el tiempo que trascurrió entre 1950 y la fecha en que comienzo a escribir este testimonio, fue mucho más que eso, allí se iluminó el color de los sueños, allí nació María Esperanza.
II
María Esperanza.
Era una muchachita de apenas catorce años, su pelo ralo se movía con el viento que le daba en todo el cuerpo sudado, acariciándola. Ella disfrutaba de esa tibia sensación de frescura que la hacía sentir viva y con los ojos muy abiertos miraba hacia el horizonte de sus sueños. Sólo eso veía, sueños, mientras su cuerpo de mujercita experimentaba extrañas sensaciones que a veces le hacían reírse a solas, o correr alternado la marcha, excitada por la exacerbada sensualidad de la pubertad.
De pequeña solía correr -como antes lo había hecho su padre - por los descampados que rodeaban el poblado. Caminaba sobre los raíles del ferrocarril, empinaba papalotes o montaba bicicleta. Aún permanecía en su memoria la bisabuela -una anciana rebelde y enjuta, de andar firme- que siempre confundía el nombre de los primos, teniendo que mencionar el de dos o tres, antes de encontrar el que nos pertenecía.
Recuerda que le peleaba constantemente por cortar de sus troncos los jazmines, por el simple placer de olerlos y por saltar por la ventana del cuarto y caer sobre la cama dando volteretas. Sus primas y ella, en el patio de la abuela, corrían detrás de las gallinas, o delante, porque en aquél período le daban fobia las plumas, molestando muchísimo a la vieja.
Adoraba ir los fines de semana y en las vacaciones para casa de su abuela, porque ésta -a diferencia de la mamá- no me ponía batas de muselina, con cintas que parecía que iba a volar, ni zapatos de charol con mediecitas de nylon. Por el contrario, le permitía correr sin zapatos por los caminos y comprar salchichón, una especie de embutido, que vendían a centavo el trozo en el quiosco de Marcelino.
La abuela se subía con ella a las matas de naranja y mientras degustaban la fruta, le narraba cuentos de Quevedo -un personaje del anecdotario popular, ¡tan listo!, que siempre terminaba tomándole el pelo a los demás. Con lo hollejos de la fruta hacían una especie de libritos y por las noches, jugaban en la calle a “la una mi mula” o al “chucho escondido”. Antes de dormir, le contaba historias sobre los héroes de la guerra en que había participado el bisabuelo; y allí dormía mejor que en mi propia cama, porque las ventanas de madera le daban a cuarto una oscuridad cómplice, e impedía la entrada del sol en las mañanas.
En las anécdotas de la abuela sobre las contiendas por la independencia, siempre exaltaba la valentía de los cubanos, pero lo hacía con la especial simpatía que caracteriza a los de esta tierra. Le gustaba mucho contar aquel pasaje en que los españoles metían la cabeza en las cercas de piña, al escuchar el grito de: “-¡Al machete!”, sin darse cuenta que dejaban el resto del cuerpo fuera. Era divertido, porque reían imaginando sus traseros blancos expuestos al sol y le daba gusto la pateadura que le propinábamos, por venir aquí, llenos de armaduras herrumbrosas, y por casualidad, fingiéndose descubridores del paraíso que encontraron allende de los mares.
Ella veneraba a esta abuela, quién a pesar de los prejuicios de la época, había manejado un automóvil en la década del 30 y se había casado 4 veces, una de ellas con un chino y la otra con un mulato. Fruto del amor con este último había nacido el padre de María Esperanza, aunque la familia trataba de ocultar su origen mestizo por temor a la discriminación racial. Por supuesto, todo se había arreglado de forma que en su inscripción de nacimiento apareciera, ante la interrogante del color de la piel, la palabra blanca.
Como “blanca” no tendría que enfrentar los problemas de los orígenes, que desde la colonia llevan a la exclusión. Asistió a una escuela privada, donde se destacaba, sobre todo, por ser la hija del tendero. Era muy activa, voluntariosa y amiga de participar en varios proyectos a la vez, cualidades que le acompañaron durante toda la vida.
Dada esta característica y a pesar de su baja estatura, era la principal de la banda de música en la escuela, participaba en obras de teatro, en equipos deportivos y salía en la carroza que propagaba el inicio del curso escolar. Sacaba también buenas notas, claro está, porque sus padres, además de tenderos sin estudios, tenían una inteligencia natural.
En la adolescencia, solía pasear por la plaza, alrededor de la iglesia, o caminar del parque a la sociedad de blancos, porque había también otra de negros. Éste entretenimiento le parecía tan divertido y no lo cambiaba por las visitas al Teatro Martí o al García Lorca, en la Ciudad, a donde le llevaban sus padres los domingos. Aún puedo cerrar los ojos y ver la calle principal repleta de gente paseando, vestidas con sus mejores galas. A ellos quería lucirle sus ropas y sus peinados de niña-mujer, porque allí conoció a su primer amor.
De pronto, el llamado de la madre la sacó de su mundo interior donde siempre se sentía mucho mejor que en el real. De un solo golpe cesó la musiquita que provocaba en su cabeza el recuerdo del príncipe adorado y quedó paralizada, como de una sola pieza. ¿Qué mami?- respondió. -Muchacha ven acá, ¿qué haces en el patio mirando los celajes, cuando hace una hora que te mandé a recoger la ropa tendía al sol? Fue entonces que recordó la encomienda.
Vivía en una bella casa -“expropiada a la burguesía”- que lucía pisos de mármol blanco, rodeada de portales corridos por delante y por atrás. La hierba de césped, siempre bien cortada y los rosales del jardín, solían hacerla muy feliz, porque su naturaleza impresionable provocaba que su estado de ánimo fuera influido constantemente por el entorno. Ese día brillaba un sol fuertemente, lo que hacía lucir el cielo más claro, de un azul transparente, como sólo se suele apreciar en el Caribe.
A María Esperanza casi nunca le preocupan las cosas domésticas. La madre, formada en la más tradicional cultura de raíces españolas, siempre se quejaba de no poder trasmitirle su herencia de callada sumisión y tierna vigilia hogareña; paradójicamente ella tenía mucha culpa de ello. La había inducido a estudiar para que no fuera una persona intelectualmente dependiente, como había sido ella y con la ampliación de su horizonte apareció ante los ojos un mundo diferente. Contrario a la impresión que le causaba el ambiente natural, nunca se daba cuenta de la existencia de un nuevo adorno en el hogar, o de un arreglo florar especial preparado por la madre. Para nada le interesaban los salones, ni las clases de piano, ni los encajes, cosas que consideraba futilidades burguesas. Más bien prefería participar intensamente de la vida social, marchar por las calles como el resto de las milicianas, la utopía sustentada por las consignas de su tiempo.
Según la opinión de Marié, como le decían, bastaba con desear mucho una cosa para que se hicieran realidad, como en los cuentos de hadas. Las poseías románticas de Gustavo Adolfo Bécquer, completaban el mundo imaginario de la joven, que pecaba de fantasiosa empedernida.
Además del liderazgo político, le gustaban las tareas del grupo, el baile y la gimnasia; hasta bien entrada la noche leía novelas y escribía poesías que después votaba o releía, según fueran sus consideraciones al respecto. Hasta llegó a tener una libreta con estos versos hechos por ella misma, la cual guardó una amiga de colegio, después que a Marié, por una decepción amorosa, se le ocurriera quemarla.
Al amanecer siempre le costara mucho trabajo levantarse. Para estimularla y evitar el mal carácter que desde niña poseía al despertar, la madre sintonizaba una emisora de radio que a las siete de la mañana trasmitía su programa preferido: Media Hora con Lucho Gatica.
Al fin, chasqueando la lengua, recogió la cesta que había dejado en el piso y empezó a echar en ella la ropa ya seca y que había sido tendida por la madre al sol en las primeras horas de la mañana. Debía apurarse si quería llegar a tiempo a la escuela. Un claxon a la puerta de la casa la hizo correr más de prisa, soltar la cesta y coger los libros que estaban sobre la mesa. Era el chofer del ómnibus que pasaba habitualmente por la casa la 1:30 de la tarde y que ya por el hábito, se había hecho su amigo. Era tan bonita, con los músculos de las caderas y las piernas firmes y su tersa piel canela.
No se podía negar que la soñadora niña, de grandes ojos párpados caídos, como si estuviera un poco triste, le gustaba y ésta, sabiéndose admirada, ensayaba con sus sonrientes “buenas tarde” sus primeras coqueterías. Ya miraba por la ventanilla del ómnibus, cuando la madre aún le gritaba algo, pero ya no la escuchaba; los latidos de su corazón acelerados por la carrera, se lo impedían.
El paisaje de su patria pequeña, lleno de grandes espacios verdes la acompañó por toda su vida y le siguieron provocando esa emoción especial, aún cuando dejó de ser el ambiente de la casa materna y más todavía, cuando ya no estuvo allí la madre, siempre complaciente, para esperarla, lamerle las heridas y seguir pintándole el mundo color de rosa.
Había sido una niña tan feliz, querida por todos, admirada, soñada por los enamorados; ello provocó su caminar erguido por el orgullo y que durante su vida nunca permitiera el más mínimo ultraje. Su padre, que la adoraba, fue un pequeño comerciante que con sus ingresos dibujó para ella una infancia de cuentos de hadas. El “Días de Reyes” le compraba los regalos más ansiados: el bebé con su ropita en el canastillero, la muñeca que caminaba y hablaba, el columpio donde mecía sus sueños, la bicicleta roja con la que recorría el pueblo, ¡todo lo que deseaba! Tal vez por ello la muchachita creía que igual debía ser la existencia, de la que esperaba todo.
No se entretenía con juegos electrónicos, ni se tapaba los oídos a la realidad con estridente música; sino que retozaba con otros muchachos en juegos tradicionales como aquel donde los muchachos se ponía en fila con los manos a la espalda, mientras el seleccionado para repartir la prenda pasaba las suyas por las nuestras para dejar caer en una de ellas una piedrecita. Después todos levantaban las manos ante el que se quedaba y repetían: “A la tabla de maní picao, cao, cao…”, hasta que este seleccionaba a uno. Si tenía la piedra, se quedaba y si no, se quedaba el que lo había seleccionado. Entonces se tiraba una lata llena de piedrecitas que era la base, mientras todos corrían a esconderse. El que se había quedado los buscaba, mientras los más audaces se “colaban” a la base. El que era descubierto se quedaba y todo empezaba de nuevo.
Con el triunfo de la Revolución, el padre de la joven, muestra de la mayor limpieza moral formada en su humilde infancia y para que le perdonaran un poco su reciente pasado pequeño burgués, había entregado al Estado la tienda y la mueblería que poseía; poco tiempo después, con la prohibición del juego de interés, le habían intervenido el pequeño billar donde se cobraba cinco pesos por la mesa. La familia se quedó sin sustento.
Cuatro meses más tarde –en los cuales la familia se las había visto negra y había tenido que vivir de la ayuda de la abuela, que criaba puercos para sustentarse- le dieron al padre un modesto trabajo como chofer, en una escuela de becados. Pero nada de lo anterior le había impedido al padre exclamar: -“ahora soy obrero, que es lo que siempre he querido ser” y dar con ello el mayor ejemplo revolucionario que tuvo su hija toda la vida.
La joven veneraba al padre, que aunque algo enamoradizo, siempre llegaba alegre a su casa. Muchas veces al pararse en la puerta, recitaba versos de José Ángel Huesa y sentándola sobre sus piernas le enseñaba a cantar tangos muy triste que hablan de niñas ciegas que no podían jugar, o de nostalgias por el fuego de la respiración de su amada. La sensiblera joven, acostada en su cama leyendo, su estado favorito, sentía un especial orgullo cuando el padre al irrumpir en la casa, le decía: “vengo del fondo oscuro de una noche impecable y los astros me miran con asombro”. Entonces ella saltaba de la cama y colgándosele al cuello le respondía: -“Y al llegar a tu puerta me declaro culpable y una paloma blanca se me posa en el hombro”. Él era el dios de Marié, era el tipo de hombre que ella hubiese querido encontrar en la vida para casarse con él.
Como todo lo oscuro le era vedado en el seno familiar, no conoció hasta mucho tiempo después, la angustia que hacía padecer a la madre aquella afición del padre por las otras mujeres. Ella, la muchacha más linda del pueblo, tuvo que sufrir constantemente la humillación de sus traiciones y su carácter se fue agriando, por lo que respondía a las zalamerías del esposo al llegar al hogar con gruñidos, que Marié consideraba injustos y despreciables.
El padre y la abuela eran comunistas, “come candela”, como solía decirse; él era militante del Partido y ella dirigente de la Federación de Mujeres Cubanas. En cambio la madre, para no quedarse sola, se encargó de que la hermanita no siguiera los pasos de Marié. Ella no veía con buenos ojos aquello de que los hijos se independizaran de los padres en becas, campamentos de trabajo o de recreo y cuando la adolescente se presentó en la casa llena de felicidad con su carnet de la UJC le dijo: -“otra basura más”.
Nuestra protagonista, además de militante comunista era la presidenta de la organización regional de los estudiantes secundarios. Con catorce años ya la habían sido secretaria de Educación Municipal de la UJC y dirigía discursos a muchachos mucho mayores que ella. Por sus tareas revolucionarias pasaba la mayor parte de su tiempo en reuniones, mítines, actos revolucionarios, etc. En vez de estar tejiendo calcetines o bordando rosas en manteles, como hubiese querido la madre.
El único mantel que bordó Marié en su vida fue en quinto grado de la escuela primaria, durante las largas vacaciones que provocara la “Campaña de Alfabetización” y a la que no pudo incorporarse permanentemente por sus solo once años. No obstante, trato de enseñar a leer a Tomás, empleado de su padre. Sin embargo, nuca perdió la esperanza de construir un mundo mejor, lo que hizo honor a su nombre.
En su primera juventud, durante la “Década Prodigiosa”, como en la de muchos otros enamorados de la utopía influyeron en ella el marxismo, la música de los Beatles, la doctrina del Che, y el fervor de las revoluciones. Copiaba con pasión los versos de Villena, y le parecía tan románica su vida, tan bello el espejo de su “Pupila insomne”, que hasta deseó morir de tuberculosis y tener como él una capilla ardiente donde sus compañeros levantaran el puño izquierdo en señal de victoria.
Por eso, en su tiempo de estudiante, se preguntaba cada noche como en un credo, ¿qué hice hoy que no me parezco al Che?, y se buscó más de un problema en el grupo de jóvenes comunistas -siempre por el mismo prejuicio que tienen los hombres de ver a los héroes como cosas supra terrenales y distantes- por decir que Sonia, una amiga de ella, se parecía a Villena.
III
Amaneciendo
Criada como una hija deseada de la clase media, fue para ella extraordinario el marcharme a las montañas del Oriente de la Isla, para recoger café, con solo 13 años. En esa hora decisiva en que aparentemente debería creer y dejar de ser niña, vivió momento definitivos. Nunca había salido de casa. La abuela le preparó una mochila tan grande y tan llena de cosas superfluas que ella consideraba que le podían ser útiles, que fue una odisea cargarla durante las interminables horas de marcha por las montañas.
La salida fue triste y dolorosa. Momentos antes, le habían colocado dos vacunas, una en cada brazo, que en el angosto ómnibus escolar y con la fiebre, se habían convertido en un verdadero suplicio. Recordaba que el transporte había resultado frágil para tan largo viaje y que roto los dejó botados en la carretera por más de seis horas.
A pesar del dolor, la fiebre y la añoranza del hogar, también se habían reído en aquel viaje. Había en el grupo una negrita retinta que se había acabado de graduar de sexto grado y que se paseaba por el ómnibus usando como toga un cobertor y como birrete, la cantina que les habían dado como plato. A todos les repetía que ella era “graduada” y ese fue el nombre con que se le bautizó durante todo el tiempo que duró la campaña.
Llegó a Mayarí Arriba después de casi veinticuatro infernales horas. Como la fiebre le atormentó durante el trayecto, apenas pudo comer el arroz con quimbombó que –entre las lágrimas de despedidas que llegaron hasta Matanzas- les brindaron en el viaje. Al llegar, durmieron sobre la viruta de una valla de gallos y después los enviaron a un lugar llamado Puerto Escondido, que- por lo paradójico de los nombres con que se designan los lugares- no tenía mar alguno y por el río sólo podían navegar, durante la época de lluvias, barquitos de papel.
El campamento estaba situado en una casa de café, de esas de dos plantas, donde se almacenaba en sacos o a granel, después del secado y pertenecía a una familia de latifundistas que después de la Segunda Ley de Reforma Agraria, repartió la tierra entre todos los hermanos, que eran muchos, por lo que seguían conservando grandes extensiones de éstas.
Durante la primera jornada de trabajo, entre peripecias acrobáticas que nos permitía poder aguantar el morral, bajar el gajo y recoger el grano de café en barrancos y despeñaderos, sólo había piscado un cuarto de lata. Casi lloraba de impotencia, porque mientras creía echar en el saco más bolitas rojas, menos se llenaba.
Simultáneamente el hambre les taladraba el estómago, de vuelta de la jornada, sólo comían tres cucharadas de arroz asopado, dos cucharadas de carne rusa enlatada y un plátano verde hervido, al que decían por esta zona “fongo” o ¨cuatro esquinas¨. Además, engullían con furor guayabas de una mata que se encontraba en el camino de regreso al campamento y que a pesar de estar cargada de frutas, era difícil tragarlas, por lo ácidas que eran -creo que estaban allí porque no había quién se las comiera; o iban a casa de los campesinos -a la hora de comida- con el pretexto de leer la prensa, pero el real propósito era que les brindaran un “bocado” -como ellos decían. Esta estratagema no fallaba, por la bondad que ha caracterizado siempre a los hombres en los campos cubanos.
No olvidaba cómo elaboraban la comida. Cocinada por ellas mismas, la magra ración se confeccionaba colocando la cazuela sobre cuatro piedras en el piso y apilando la leña alrededor. Una vez que le tocaba cocinar y casi terminada la faena, vino un cerdo y metió el hocico en la hoya, llenando una parte de las judías frita de fango. La angustia se apoderó de ellas. Ya casi era la hora de subir el salcocho, dando tumbo por las lomas, hasta donde estaban sus hambrientas compañeritas, ¿qué hacer, volver a cocinar? No había tiempo.
Pero sin duda había desarrollado habilidades que habrían dejado a su madre con la boca abierta. Cogió la cuchara, revolvió el puchero e hizo desaparecer los rastros de fango confundiéndolo con la bazofia que les servía de comida. Oportuna, porque un minuto después llegaba la miembro de la brigada encargada de bajar para indícale el lugar preciso donde se encontraba el grupo que debía alimentar.
De noche, después de comer, jugaban y cantaban en el secadero de café. Como no había luz eléctrica, se alumbraban con la luz de la luna o con chismosas. Una noche, en que jugaban a “la una mi mula”, sobre el cemento del secadero, al saltar “Graduada” sobre la muchacha a quién le tocaba quedarse, se fue de cara contra el piso y hasta hoy guardaba en su memoria el efecto que le causó su horrible rostro ensangrentado, cuando le acercó el quinqué para auxiliarla. Aunque sólo contaban con los medicamentos que habían sido capaces de cargar y ningún adulto les acompañaba, la curan lo mejor que pudieron, porque eso sí, eran muy solidarias.
Allí también las alcanzó el ciclón Flora, ese que regresó después que ya se había ido, haciendo un lazo en el centro de la antigua provincia de Oriente. Para ellas, como lo era todo, esta también fue una diversión. Encerradas en el piso bajo de la casa de café, donde dormían sobre el propio grano, abrían la ventana para ver le remolino de aire y resto de árboles, techos y otros objetos que arrastraba consigo el viento, al bajar de las montañas. Cuando ya lo tenían muy cerca, empujaban entre todas para cerrar la ventana y reían.
El ciclón se llevó las casas de los campesinos pobres, que vivían junto al río y después de la tormenta, tuvieron que ayudar a reconstruirlas. Llevando en el estómago solamente un jugo de naranja agria, caminában hasta dos kilómetros cargadas con palos que –por lo grueso y largo- había que llevar entre dos o tres.
Concluida esta tarea iban a recoger el café en una loma más alta, donde -por estar lejos del río- había que tomar agua de lluvia guardada en un aljibe. Cómo no estaban acostumbrada a ésta, le provocó a Marié vómitos y diarreas, lo cual hacía imposible que pudiera beberla sin devolverla. Fue la primera vez en su vida que creyó que iba a morir y por la noche lloró despidiéndome con el pensamiento de sus padres y hermana. Claro, sabía que el médico más cercano estaba a siete pasos de río y que como estaba crecido, no podrían salir con ella. Por suerte, una muchachita de la brigada, que había pasado cursos de primeros auxilios, le dio las pastillas sin agua y le empezó a bajar la fiebre, lo que hizo que se sintiera mejor y creyera que volvía a la vida.
Un tanto igual pero opuesto, le pasó a María Elena, otra compañera de la brigada, que además era vecina mía en La Habana. A ella le dio una parálisis intestinal y se libró porque la pudieron sacar en un mulo. Otros muchos tuvieron peor suerte, pero a pesar de todo ello y de que su madre por poco enloquece pegada a la radio durante todo el tiempo que duró el ciclón, al año siguiente volvió a la montaña para repetir la hazaña.
Aunque parezca locura, todos queríamos hacer algo heroico, alfabetizar, recoger café, subir cinco veces el Pico Turquino, ir a Minas del Frío y a Topes de Collantes para ser maestros, estar en el Batallón Fronterizo o ir a pelear a Angola. Era una época de titanes y todos queríamos jugarnos la vida; además, estábamos en la edad en que todos nos creemos inmortales.
Con estos vuelos que le llegaban, la muchacha estaba especialmente emocionada ese año en el que culminaría su enseñanza media básica y cumpliría sus quince años. Era hora de abandonar la casa materna, salir del protegido nido e intentar remontarse. Detrás quedaba la adolescente que rompiendo tradiciones y creando conflictos domésticos había definido su posición ante la vida. En el futuro sería la joven que tendría que hacer de su proyecto de vida una realidad. Lástima que la verdad se parezca poco a las alucinaciones fantásticas de la mocedad.
¿Qué estudiar? Esta fue una elección muy sencilla, casi casual. La Directora de la escuela llamó a la oficina a los cuatro militantes de la Juventud Comunista que había en la escuela. Existían carreras priorizadas y ellos debían dar el ejemplo. Ante ella mostró las posibles variantes: veterinaria, suelos y fertilizantes y profesoral. No podía salir de su asombro. Como aún no había tomado decisión alguna, resolvió ser profesora, porque esta carrera le permitía variadas opciones. Podría ser profesora de dos asignaturas y podría escoger entre todas ellas. Así fue como terminó eligiendo Español e Historia.
IV
El amor.
El amor es una de las cosas que más he perseguido en la vida, hasta el punto de que una alumna mía me llamaba “la eterna buscadora del amor”. No sé si lo encontré o si pasó irreflexivamente por mi lado sin que lo advirtiera. En mi mente, lo comparo con el océano: majestuoso, enigmático, tempestuoso, engañosamente apacible y mortalmente estimulante. Pero dejemos las reflexiones y continuemos con la historia.
Marié, como era de esperar, llegó tarde a la escuela, después de recoger la ropa y bajar de los celajes de donde la sacó el grito de la madre. La maestra de gimnasia la miró con el ceño fruncido, a la vez que le decía:-calienta los músculos para que te incorpores al resto. Ella corrió hacia las gradas del patio de la escuela, se desabotonó la saya de un tirón, y mostró su cuerpo. A media que realizaba los rítmicos movimientos de calentamiento, las gotas de sudor refrescaban su frente y le corrían por el rostro, lo que la obligó a sacar la cinta de calentamiento de la muñeca donde la tenía entizada y colocarla en su frente con coquetería, mientras de soslayo, miraba a los muchachos que se habían ido poco a poco acercando para a admirar a las gimnastas desde las gradas.
Dentro del grupo de espectadores buscaba con especial afán unos ojos claros, aquellos que desde hacía algunos días le provocaban aquella sensación de ansiedad desconocida hasta entonces y que algunos llaman “el susto del amor”. Cuando los encontró, ya no pudo controlar el rubor y para que sus grades ojazos café, que mostraban siempre hasta lo más profundo todo los que sentía –ira, dolor, miedo amor- no pudieran delatarla, se volteó y continuó la rutina.
Sin embargo, toda su seguridad y concentración habían disminuido, lo que obligó a la maestra a acercársele y corregirle algunos movimientos. Tienes que eliminar las grasas en las comidas –dijo- mientras le tomaba la pierna y se la bombeaba hasta dolorosamente colocársela en el hombro. Marié, sin poder contenerse, emitió un chillido. Y no creas que no sé en qué andas –agregó la maestra susurrante- ese muchacho tiene novia, a la que visita cada noche, y a ti sólo te tiene para las tardes. ¡Qué dulce es el sabor del amor imposible!
Gracias a toda suerte tocó el timbre y las muchachas corrieron hacia los vestidores, también Marié se acercó a las gradas para recoger su saya que había dejado abandonada por la prisa, mientras que Leo, que era como se llamaba el ojiclaro, con gran habilidad se la alcanzó acariciándole la mano. Ella la retiró bruscamente y como al que no le ha gustado simuló desagrado, se volteó y se unió al resto de las muchachas.
Nada es más importante a los catorce años que el primer amor. Alrededor de él se tejen las más locas esperanzas, los más grandes absurdos y los mayores ridículos y después se va apagando, como si el cuerpo no pudiera resistir por mucho tiempo el fuego de la pasión que desata, hasta que sólo quedan de él unas pocas brazas.
Durante la clase de Literatura ya Marié no estaba tan contenta como al comenzar la tarde, recordando la advertencia de la profesora de gimnasia. Abstraída en su mundo interior, como casi siempre, miraba fijamente el picaporte de la puerta, sin escuchar para nada a la maestra, ni darse cuenta de lo que ocurría a su alrededor. A cada rato sus ojos se llenaban de lágrimas, las cuales trataba de disimular con aparentes gestos casuales. Pero para Oscar, el compañerito que se sentaba más cerca de ella, no pasaban inadvertidos aquellos gestos. Mientras la maestra le daba la espalda a la clase para escribir en el pizarrón él le murmuró, ¿por qué estás tan triste?, la muchacha le sonrió dulcemente y no le contestó nada.
Tampoco veía a Oscar, como no lo vio nunca, aunque éste siempre se sentaba a su lado, le pagaba la merienda y le daba el dinero para el ómnibus cuando Marié se había gastado en chucherías todo lo que le diera su madre. Él era el amor sereno, el compañero constante, la fidelidad religiosa que Marié despreciara más de una vez durante su vida. Jamás una persona descuida tanto un cariño que cuando lo siente seguro. A veces me pregunto si es la propia naturaleza humana la que nos lanza al dolor, a la aventura, a lo desconocido.
Cuando Marié conoció a Leo éste ya había terminado el bachillerato, mientras ella hacía todavía el noveno grado de secundaria. Lo había visto por primera vez en un baile popular en un lugar recreativo cercano a su casa que desde ese momento convirtió en su santuario. Allí acudía a veces en las tardes para pasear junto al río, jugar en el laberinto que simulaba un castillo medieval, bañarse en la piscina o simplemente quedarse callada, rodeada de la quietud de la naturaleza, mientras escribía poemas, o cartas de amor. A todo ello la animaba sólo la esperanza de encontrarlo alguna vez.
Aquel lugar también fue lugar de citas para otros novios, como para sacrificarlos ante el espíritu de su amor imposible, porque fueron muchos los años en que Leo no se apartó de su mente, mientras se entretenía alimentando su orgullo herido. Sin embargo, todo el idilio del lugar se eclipsaba cuando Marié tenía que llevar con ella a su hermanita; es cierto que a veces los adolescentes consideran muy molesto tener hermanos pequeños y ella no era la excepción.
Ese primer día del encuentro con Leo, la muchacha estrenaba un vestido de algodón satinado, estampado en azul y amarillo, con saya rizada en la cintura, que se encontraba rodeada de una cinta amarilla, terminada en un gran lazo en la espalda. Los hombros morenos de la joven quedaban al descubierto, sostenida la blusa con sólo un par de tirantes y un vuelo delante de sus diminutos senos. El modelo era obra del ingenio popular de su madrina y combinaba con unos zapatos del mismo color que le había mandado a hacer la madre, supliendo la carencia de prendas de vestir en la Cuba de los años 60. Era lo que se consideraba en ese tiempo verdaderamente elegante, donde la mayoría vestía pantalones y camisa de caqui, acompañados de botas de trabajo.
A Leo -vestido con una elegante camisa a cuadros y pantalón de muselina carmelita, sello de gentes que aún conservaba determinada posición social, ante la avalancha de pueblo de la ciudad y del campo que ahora llenaba plaza y calles vestidos de trabajo o de uniforme- le pareció gracioso el conjunto, y le preguntó a la joven si iba a cantar en la orquesta. Esto la sonrojó de inmediato, claro está, porque sobre la normal inseguridad que podía provocar su aspecto personal, el joven había echado un cubo de agua. No obstante, se sabía suficientemente bella como para que un chiste pesado le aguara la fiesta.
En toda la tarde el joven no había podido quitarle la mirada de encima y ella coqueteaba marcando muy bien el compás en la danza de salón llamada en la Cuba “Casino” e internacionalizada con el nombre de “Salsa”. Como bailadora incansable, siempre se mantenía en exposición, desde la primera hasta la última pieza y finalmente, el muchacho cansado de esperar que estuviera desocupada, tuvo que arriesgarse en el coro de admiradores e invitarla a bailar.
Con picardía Leo había esperado una pieza suave, que le permitiera tener a Marié entre sus brazos y como había planeado, al rodear la cintura de la joven y atraerla hacia sí, ésta quedó hechizada por la suavidad con que la sostenía y por el olor que emanaba de su cuerpo. Si mediaron algunas palabras no creo que la joven las recordara al día siguiente, sólo sabía que al poner el joven sus manos sobre ella, un vahído le había nublado la vista, deseando que ese momento nunca terminara. ¿Era la química que dicen que tiene el amor, o inmadurez del carácter?, como quieran los científicos juiciosos que ya olvidaron al niño que llevan por dentro. “Miren al cielo y pregunten ¿Una oveja se ha comido una flor?, ¡Y ninguna persona mayor comprenderá jamás que esto tenga tanta importancia!”
A la edad de 14 años no hacen falta causas para amar a alguien, basta con sentir intensamente el momento. Además, a Marié, que era capaz de comprender todo un mundo a partir del conocimiento de una sola semilla, le bastaba con echar a andar su imaginación. Así consideró a Leo el más apuesto, interesante y profundo de los hombres. A ello contribuyó vagamente el que le escribiera dulces cartas de amor y le cantara algunas canciones al oído. Aquellas frases le parecían románticas, indescifrables, celestiales… ¿Existirá de veras Cupido, o será sólo un invento greco-romano?
Motivada por su imposible pasión escribió poesías que hablaban de un amor más fuerte que las barreras sociales, de un lugar sagrado donde se encontrarían siempre y de morir pronunciando su nombre. Es cierto que cada día Leo la esperaba a la salida del colegio para continuar susurrándole al oído sus frases cautivadoras, que todos los fines de semana aparecía como por arte de magia, aunque un poco tarde, en el lugar a donde Marié iba a bailar y que al terminar la secundaria, la muchacha tenía tantas cartas de amor que conservar, que le bastarían para estar la tercera parte de su vida embriagándose con su lectura. Sin embargo, sólo contaba algunos pocos besos y otros tantos roces o abrazos, que bastaban para hacer arder sus carnes vírgenes por mucho tiempo. Como diría Antoine de Saint-Exupéry, la domesticó.
Pero el muchacho tenía novia y ésta hacía poco tiempo había perdido a la madre, por lo que no se le podía dar el disgusto del desamor de su novio, o de la infidelidad de éste –ese era el pretesto que se inventaba. Como ven, para los amores imposible siempre existe un pretexto, real o inventado y son muy pocas las personas capaces de romper con los convencionalismos sociales o culturales, como también son muy pocas las capaces de no creer estos deliciosos embustes. Por eso el amor de Marié debía permanecer oculto. ¿No sé para quién?, pues bastaba con mirarla hasta de espaldas para darnos cuenta que todo su cuerpo lanzaba a gritos su inmensa pasión. Dice el refrán que el amor es ciego, pero los que lo miran no.
Al fin tocó el timbre que concluía la sesión de la tarde en la escuela y la chica salió con el grupo de muchachos a la calle. Unos seguían su camino a pié y los que vivían más lejos, entre éstos ella y Marisol, se dirigieron a la parada de ómnibus. La muchacha buscó con ansiedad a Leo, pero no estaba, por lo que le pidió a la amiga que la acompañara a la parada siguiente para ver si lo veía. Efectivamente, le bastó mirar de soslayo el tumulto para descubrirlo y cómo de costumbre, se volteó para ocultar el rubor.
Papo, el amigo de Leo, un tremendo villano de película y mucho mayor que las jóvenes, se acercó para hablar con Marisol. Esta era una muchacha dócil y sencilla, siempre dispuesta a dejar a su soñadora amiga el protagonismo y Papo le hacía la corte por hacerle “la media” a Leo. Al pasar por el lado de Marié le susurró al oído: -“no disimules, hasta de espalda se te nota que lo viste”. También Leo se incorporó al grupo y juntos decidieron caminar hasta donde salía el ómnibus, lo que les permitiría conversar por el camino, aunque para ello debían retroceder casi un kilómetro.
Al llegar a la parada inicial, el ómnibus que debía salir quince minutos después ya estaba aparcado y a oscuras, por lo que las dos parejas entraron y se sentaron. Fue ahí donde Leo la besó por primera vez, despertando una ansiedad voluptuosa en todo su cuerpo que él pareció ignorar. Hay que reconocer que él siempre la respetó, ¿por qué?, no lo sabremos nunca, que ella estaba totalmente chiflada y le hubiera permitido cualquier confianza.
El caso fue que entre el ir y el venir de Marié y Leo, ya pasaban las 7:00pm de la noche cuando la muchacha llegó a la casa. La madre estaba que daba grima -¿Muchacha, dónde estuviste?, preguntó iracunda. –“Nada, mami, en una reunión de la Juventud”, respondió ella. Para la próxima vienes a la casa y pides permiso, ésta no es hora para que una señorita ande por la calle, sin que sus padres sepan dónde está. Así siguió rezongando y reprochándole al padre el poco rigor con que trataba a la muchacha.
Marié entró en su cuarto, se tiró en la cama boca abajo y quedó a solas con sus recuerdos, saboreando la dulzura de su primer beso; traía de nuevo en la cabeza es musiquita natural, que no requiere audífonos, ni equipo de sonido. Detrás de la puerta la pelea continuaba como un monólogo, donde sólo participaba la madre, quejándose por todo y en especial por la situación económica, que le impedía darle a su hija el lugar que había soñado y culpando al padre, hasta de la hija comunista.
Durante la fiesta por sus quince años, la joven estaba en una verdadera disyuntiva. Despechada por la desaparición inesperada de Leo, se había hecho novia de Oscar, ¡pobre Oscar! Papo le había dicho que Leo iría a la fiesta acompañado de la novia.
Desde la tarde la madre había encerrado a Marié en el cuarto, iniciando así la tortura de prepararla para “presentarla en sociedad”, causa ya olvidada de la fiesta de quince. Primero le sacó las cejas. Por cada pelo sacado por la pinza, ella profería un grito. Después vino la peinadora y comenzó a halarle el pelo para colocarlo en los sitios más insospechados. Las medias largas le daban mucho calor y se le corrían y el vaporoso vestido le hacía cosquillas en el cuello.
Pero lo que más molestaba a Marié, era que durante la espera no podía observar desde el cuarto la llegada de los invitados. Eran las 8:00pm y no llegaba nadie, la muchacha se impacientaba mirando por el visillo de la ventana. De pronto se detuvo en la calzada un ómnibus y después otro. Se quedaron casi vacíos, todos los pasajeros venían para la fiesta. Ella sonrió más tranquila, pero todavía no llegaba su compañero de baile. A última hora, la madre, viendo que Oscar no llegaba le pidió a Magela que le prestara su novio, el cual sabía bailar muy bien el vals, pero como este se negó y finalmente escogieron a un desconocido. La joven salió del brazo de su padre y cuando este hubo de entregarla para continuar el baile con el elegido, el muchacho tuvo que dar un paso al frente para que ella lo reconociera.
Así fue como sus grandes dotes de bailarina y la ayuda de sus amigas salvaron la ausencia de Oscar, que era demasiado tímido para jugar aquel rol que le habían designado. Esta ausencia no pasó inadvertida para Leo, que ya se encontraba en la sala acompañado de su novia, aunque nuestra protagonista no la veía. Ella siempre veía sólo lo que quería.
Un día después de la fiesta, por más esfuerzo que hacía en su mente, no recordaba ni remotamente como era la novia de su enamorado, mucho menos cómo iba vestida. Sin embargo, todo lo que resonaba de ésta noche era Leo. Ni las miles de fotos, ni las felicitaciones, ni los familiares que vinieron de lejos, ni la novia, ni nada, pudieron impedir que el joven se le acercara y la saca a bailar, que durante el baile se rozaran las manos, se unieran los rostros y que una semana después aún siguiera llevando en la nariz su fragancia. Cuando terminó el baile el “príncipe azul” volvió a esfumarse, pero ya había salvado su fiesta de quince y esa noche quedaría en el recuerdo de la muchacha para siempre.
Lo cierto es que nadie está conforme con su propia suerte y para no variar, tampoco yo. Muchos me amaron a lo largo de la vida, quizás algunos puedan leer estas páginas y repetir en silencio, yo fui uno de ellos. También yo amé a muchos. Solía decir que no los amaba por su cara ni por su cuerpo, sino por su mente, ¡era tan inteligente aquel al que hice objeto preferido de mi amor!, hablaba cuatro idiomas, era doctor en ciencias, investigador y profesor titular; sin embargo, la realidad era que lo que más me atraía fue que nunca me amó. Era suficientemente inteligente como para saber que si cedía a mis múltiples formas de seducirlo y a mis treinta y cuatro encantos, terminaría siendo como todos. Por eso, si en algún pequeño instante, muy oculto, me quiso un poco, lo disimuló.
Hoy escuché a mi hijo pequeño diciéndole a su novia la misma frase: -“yo no amo cuerpos, ni caras, yo amo mentes” y me sentí muy triste por el daño que le he hecho. ¡Cómo se reiría mi abuela si escuchara esto!. ¿Escuchas abuela? Seguro que nos diría: -“Pobres niños, que poco saben del amor”.
Aún recuerdo cuando me enamoré por primera vez, con solo 13 años. Él tenía 16, era alto y trigueño, con el cuerpo muy espigado por sus frustrados intentos de ser bailarín clásico. Al final todo se nos pasó, como si disolviera en el aire, pero nunca he podido olvidar la sensación que me provocó el sentir impregnado en mi ropa al día siguiente, el olor del perfume que usaba. Se llamaba “Moscú Rojo” y era muy común cuando comenzaron a llegar productos de la Rusia Soviética. Amén de la ayuda comercial que nos darían ese país desde los años 60 hasta los 90.
La última vez que lo vi, antes de marcharse a los Estados Unidos en una balsa, aún llevaba grabado en su antebrazo mi nombre, rezago de tanto amor y de aquellos tiempos donde todos éramos rebeldes y adictos a las más diversas causas.
V
La familia.
Yo amaba a la familia de Marié. A pesar de sus pequeñas discusiones, sus contradicciones, era un grupo unido que podía sentarse alrededor de una mesa; aunque la hermana pequeña siempre virara el vaso de agua sobre el mantel. Su madre había tenido un origen muy humilde y no quería regresar para nada al grupo de los desposeídos, “los que sólo tienen que perder sus cadenas”. Pero amaba a su hija por sobre todas las cosas. Reía con sus éxitos y sufría cuando ésta, en algo, no ocupaba el primer lugar. Y después, cuando la muchacha se becó, cocía para ella los más lindos vestidos, ocultándole los enormes sacrificios que había tenido que hacer para poder adquirir la tela que utilizaba en ellos. Eran tiempos de inmensas filas delante de la tienda para obtener los cuatro metros de tela que tocaban por la libreta.
Para la madre ella era la muñeca, que su pasado humilde no le había permitido tener. Durante la infancia la bañaba, la vestía, la peinaba y la volvía a cambiar a cada rato de ropa, sintiendo el mismo placer que perciben las chiquillas cuando juegan a las casitas. Siempre le colocaba en la cabeza dos grandes lazos, sin contar el que anudaba a la espalda, lo que imprimía la sensación de que iba a volar.
Ya de joven la muchacha vería en su madre el consuelo eterno. Estaba absolutamente convencida de que sólo la madre le podría perdonar todo lo malo que hiciera en la vida, la única que le podía dar la absolución. Fue lo único sagrado que le quedó, por eso mientras saboreaba su primer beso, le dolía que no hubiera sido el momento adecuado para compartir con la madre su secreto.
Pero a pesar del inmenso cariño por su hija, se vengó de esta falta. Meses después y a escondida, fue a casa de Leo y le pidió que la dejara en paz, que ellos eran una familia decente y él un hombre comprometido. Sin embargo, a pesar de lo mucho que lloró Marié por el aparente olvido del joven y de lo triste que la veía su madre, nuca le confesó el secreto de tan inesperado cambio de actitud. Sólo dos años después, cuando la hermana indiscreta comentó a la madre delante de ella: -“mami, ¿te acuerdas cuando fuimos a casa de Leo?, la joven cayó en cuanta cuál había sido la verdadera causa de la repentina desaparición del muchacho.
Sin embargo Leo no se eclipsaría toralmente de la vida de la joven, cuando se encontraban por la calle casualmente, cambiaba su rumbo y la acompañaba a donde ella fuera. Al pasar los años coincidieron en el mismo trabajo y aunque Leo se casó con la prometido novia, también se divorció; no obstante, nunca Marié tuvo la oportunidad de realizar su amor por él.
Quizás esta admiración por la familia de Marié me vega de que hace tiempo que la mía no existe. La mitad de ella emigró hacia los Estados Unidos, cambiando la patria por baratijas que les producen más añoranza que satisfacciones. En la década de los 80, con otro gran número de cubanos que se marchaba del país con una mano delante y otra detrás del “sueño americano”, mi hermana se había ido a los Estados Unidos. Con ella se llevó, además de una linda blusa que ambas compartimos, la alegría de la familia. Ya no pudimos reunirnos más en año nuevo, porque siempre a la hora de sentarnos a la mesa nos dábamos cuenta que faltaba alguien y terminábamos enfurruñados, lagrimosos y nostálgicos.
Me pareció que la tierra se hundía bajo mis plantas cuando salí a la calle un día y me encontré que no sólo mi hermana, sino también el padre de mi hijo mayor y hasta el presidente del CDR se habían ido del país. De veras me sentí desconcertada y pensé que el mundo se iba a acabar, que la Revolución se perdía. Pero no fue así; casi siempre de las grandes tragedias suelen dar nuevas oportunidades.
Recuerdo que era el cumpleaños de mi hijo mayor y yo estaba esperando al padre para picar el cake, como se acostumbra en el país hacer en los aniversarios. Llegó el abuelo y me dijo: Luis Miguel se fue del país. ¿Es posible que ya nadie recuerde este momento? El niño era demasiado pequeño y se trató de ocultarle la noticia, pero yo me mesaba los cabellos y me daba con la cabeza contra la pared. Mi hijo se había quedado sin padre y yo sin hermana. Después de los sucesos del Mariel, sólo cuando Fidel convocó al pueblo a la Plaza de la Revolución y las imágenes de más de un millón de cubanos gritando por Cuba se presentaron ante mis ojos, me sentí aliviada. Hay Revolución para rato, pensé.
Después mis padres terminaron divorciándose. Ella decía que era por las infidelidades de él y él por las divergencias políticas que tenía con ella. Finalmente también la madre siguió a la hermana y aunque me da pena confesarlo, con más de cincuenta años se sentí abandona. A ellas las siguió mi hijo mayor. Ahora mi familia se reúne por teléfono, o por correo electrónico y no sé si tengo una familia o una compañía de comunicaciones. El nuevo código de las familias en Cuba, las llama familias trasnacionales. Cada año, el presidente de turno en los Estados Unidos, nos permite abrazarnos y por un período de diez días tratamos de olvidar la tragedia de los desterrados. También me dio la oportunidad de conocer ese inmenso país, donde para mí, nacida en una isla pequeña, todo quedaba lejos.
Mi abuela me enseñó que en el tiempo de la colonia, la pena de muerte sólo era conmutada con el destierro. Desterrados fueron Heredia, Varela y José Martí-entre otros. El cantor del Niágara tuvo que claudicar de sus ideas políticas para poder ver de nuevo su querida patria y Martí dijo: “Los desterrados saben que la tristeza que inunda el alma en la tierra, es el dolor mismo del destierro. Hay almas que no saben nada de esto,-porque hay almas-nubes, y almas-montes, y almas-llanuras, y almas-antros”.
No hay como el dolor del destierro. Éste significa el saberse perenemente en un lugar que no nos pertenece, al que somos ajenos y nos es ajeno. Es un buscarnos constantemente sin encontrarnos. Es preguntarnos cada día ¿qué hacemos aquí y hacia dónde vamos? Es abandonar tu cultura y sufrir cada día otra; sin embargo, muchos aprenden nuevas formas de vivir y empezar de nuevo porque la esperanza anida en las almas de los optimistas.
Los desterrados son seres humanos que sufren, en ocasiones, más que los demás; y los actuales sufren el más terrible de los dolores: la culpa de su decisión. La pena de aquellos que se saben alejados de la patria para siempre, por haber elegido otra alternativa, es inmensa. Ellos tiene carácter, dignidad y para mí, también tiene rostros, algunos de ellos son mi familia y lo seguirán siendo donde quiera que estén.
Por largo tiempo me negué a que mi hijo abandonara el país, pero finalmente me venció el miedo de no poderlo proteger más. Sabía que la realidad del emigrado es siempre dura; pero en los Estados Unidos más. No todo dependía de conseguir trabajo y poder mantenerlo, no; además, el salario tenía que alcanzar para pagar la renta, o viviría en la calle.
El alquiler de un modesto apartamento se encontraba entre mil y mil doscientos dólares, frío y apagado. Un salario de cajero –que era lo que la tía podía conseguir para él- era de siete dólares la hora y si tenía suerte y le daban ocho horas diarias, durante seis días a la semana, entonces ganaría unos trescientos dólares semanales, o sea, mil doscientos al mes; el precio de la renta de una casa. ¿Y donde quedaba la luz, la electricidad, la calefacción, la letra del carro sin el cual no podía ir a trabajar, el seguro y la comida? ¡Y que no fuera a enfermarse!
Para obtener créditos, había que tener un historial por lo menos de cinco años de pago ininterrumpido; lo que quería decir: haber pagado tus débitos al banco religiosamente. Sin créditos nada podías hacer. ¿Cómo comprar un carro o pagar la colegiatura de la escuela de un hijo? Sabía de jóvenes que lloraban por la ropa que habían dejado en Cuba; de una artista plástica que trabajaba de mesera en un bar nocturno porque la propina le permitía pagar la casa. No quería esto para mi hijo, pero tampoco lo podía convencer para que se quedara. Y fue así como lo logró, con mucho tesón y ahora exhibe una linda familia y paga su casa propia.
Después de tantos años de ausencia, avatares y desdichas, en los que mi hermana había rodado por un país extranjero, abandonada por el “maravilloso esposo” que mi madre le recomendara seguir y con dos niños pequeños, se le unió la madre anciana y mi hijo, el quinto emigrado de la familia. Yo quedé en Cuba sola, con otro hijo y un padre de 87 años; pero más patriota que nunca y afirmando que primero muerta que desterrada. Ya mi padre murió y sólo quedamos en Cuba mi hijo y yo.
VI
Los amigos
En ocasiones la amistad se define como amor sin sexo. En mi opinión es algo extraordinario que dos personas asuman la lealtad como un credo por encima de principios, creencias u opiniones; y en ocasiones hasta de culturas y lenguas.
Perdí mis primeros amigos en la década de los años 60, por la misma causa que perdería muchos otros a todo lo largo de la vida. Con la desbandada de los que se iban para regresar pronto, cuando “Castro” cayera, se fueron las hermanas Lavín -Fabiola y Casandra- amiguitas con las que jugara a las casitas durante semanas enteras, en la amplia residencia del padre de éstas. También se habían ido Reynaldito y Manolito, su vecinito, al que el sol del mediodía le daba jaqueca, palabra que nunca antes había escuchado hasta que fuera a montar el columpio que el muchachito tenía en el jardín de su residencia.
Pero esas pérdidas ya no las recuerdo. Entonces tenía otras cosas en que pensar y tenía mucho trabajo con convencer a su amiguita Mercedes, de que esto no era comunismo. Sin embargo, recordaba muy bien a Ricardito, al que nunca más he visto desde que terminara el quinto grado en la escuela privada donde estudiabamos, porque en el año 58 él le dije: -“Dios no puede existir; si existiera no habría tantos crímenes y lo esbirros no podrían matar a los revolucionarios en las calles”.
Además de Oscar, estaba Marisol, mi confidente. A ella le contaba todos mis secretos y hasta en la inocente edad de 14 años, por compartir hasta la más pequeña de mis emociones, se había enamorado del amigo de Leo. Es extraño esto de la amistad en los jóvenes. Creo que ésta es la verdadera amistad. Amistad sin por qué, sin reproches, fidelidad ciega al amigo y yo tenía muchos amigos. Ahora la amistad es condicionada a tantas cosas extrañas que da pudor mencionarlas y no sé dónde está Marisol.
A nosotros nos enseñaron de pequeños que los principios están primero y que no se puede ser amigo de quien no ama la Patria. Sin embargo, sigo manteniendo entre mis amigos a Elio, un lindo muchachito de mi pueblo, ahora viejo y feo. Es que hay muchas interpretaciones sobre cómo se ama la Patria y a mí me enseñaron una sola. Con la adultez entendí que aceptar la diversidad que se basa en ampliar la tolerancia y hay muchas formas de ser patriota.
Hablando de amigos, Leo tenía dos hermanos que estudiaban con Marié, uno en la misma aula y otro de un grado inferior, quizás por eso estaba el muchacho tan bien informado de los pasos de ella. Al mayor Marié lo miraba con respeto y cierto embarazo; pensaba que todo lo que había delante de él éste se lo contaba al enamorado. Pero al más pequeño lo quería realmente; como era menor, lo trataba como a un niño, que era en realidad lo que era, por eso solía jugar con él. Mucho dolor sintió la pobre cuando se enteró de que los padres lo mandarían para los Estados Unidos a través de la Operación “Peter Pan”.
En la década de los sesenta, los curas se habían complotado para sacar de Cuba a niños autorizados por sus padres por el falso prejuicio de que la Revolución les quitaría la patria potestad. Así tuvo que hacerse hombre Pablo, alejado de todos sus amigos, de su cultura y hasta de su familia. Una acción verdaderamente cruel.
Muchos de mis reales amigos se alejaron después, con el “Período Especial”, cuando el hambre y las necesidades rodearon mi casa se fueron todos por causas diferentes. Una me botó de su trabajo, por más que me duela, porque usaba una computadora que ella quería; otra me dejó de hablar cuando vine a trabajar a un lugar más importante, creo que consideraba, como siempre, que debía ser ella y no yo; a otras las dejé yo de visitar porque me daba pena mostrarles mi miseria y otras se fueron del país cuando la oleada de emigración del año 94 o posteriormente, buscando mejorías económicas. Pero los verdaderos quedaron en las buenas y en las malas; los otros, los que se fueron, no valía la pena conservarlos, tarde o temprano se irían.
Los de siempre, aquellos que permanecen a pesar de las circunstancias, los que no olvidan quien eres, merecen mi homenaje. Estoy hablando de Negrin, mi compañero de la secundaria, que aún marca semanalmente mi teléfono para saber cómo ando, o que no olvida felicitar a mi anciano padre el día de su cumpleaños; o de Ivis, dispuesta a agradecer eternamente un gesto de bondad; o de Ivet, quien permanece atenta a mis asuntos a pesar de la distancia o el tiempo; o de Cary, que recuerda que existes a pesar de que sus problemas son más graves o acuciantes que los tuyos; o de Marifí y Pedro Miguel, que me tiene presente como a un tiempo feliz, o como el grupo de estudios de Pedagógico, que me llama cada año para reunirnos y volver a vivir aquellos momentos de euforia y esperanza. Los que se alegran con tus éxitos y sufren con tus tristezas.
VII
El primer trabajo
Pasado solamente un año y medio de estudios y casi sin darse cuenta, mandaron a Marié a dar clases a las montañas de Oriente. Ahora le había tocado marchar a una zona llamada Puriales de Caujerí, un nombre aborigen y aunque desconocía su significado, para ella era “el fin del mundo”.
Para llegar hasta allí, después de que la dejaran en Santiago de Cuba, tuvo que viajar largamente por la orilla de la costa sur de esa provincia. Adoraba el mar, era su signo zodiacal y cuando el transporte serrano comenzó a subir la montaña, quedó sorprendida entre abras casi verticales y abismos sorprendentes. La ansiedad que le provocaba la altura y el precipicio que se ceñía a sus pies, la cercanía de las nubes, el fresco de la brisa en el rostro, la llevaban al éxtasis. Con el pensamiento tarareaba canciones. Cantaba a la tristeza del amor dejado en el llano, a su adhesión a la Revolución, a la ilusión de la verdad que encontraría y a lo desconocido. A ello se entregaba en cuerpo y alma.
Al llegar al poblado, éste le pareció a uno de esos que había visto en las películas del oeste. Tenían un único camino de polvo, separado del río unos cincuenta metros. La tienda, que daba al camino tenía barreras para amarrar los caballos y vendían, además de los víveres normales de las bodegas, todo tipo de lencería, cacharros de cocinas, juguetes y otros artículos. También ofertaban camprán y prus, unas tortas y una bebida que jamás había visto. Todo le pareció muy extraño y le sorprendió particularmente de encontrar allí, en vez de vaqueros, muchachos vestidos a la moda, lo que más tarde le atribuyó a la influencia que había ejercido en la zona la Base Naval de Guantánamo
Sin embargo, era evidente que ese lejano paraje había llegado la Revolución. Al descender del camión se dio cuenta que de un lado del camino tenía el internado, donde me tocaría vivir los próximos seis meses y al otro, el hospital, construido ambos muy recientemente como obra del nuevo gobierno, donde nuca se habían preocupado de educar, ni de sanar.
Sus primeros alumnos fueron niños de la sierra a los que por primera vez iba a enseñar un maestro de la ciudad y rápidamente se estableció entre ellos un aprendizaje mutuo. Aprendieron de ella cómo eran las ciudades, los océanos y otros países lejanos que ni siquiera podían imaginar. Ella aprendió de ellos a bañarme en el río, a montar caballos “a pelo”, a descubrir en las lomas cuando venía una tormenta y a orientarme en los caminos rodeados de follaje. Pero lo más importante que le sucedió no fue eso, sino que a través de su profesión penetró el espectro del “propagador de sueños” al poder trasladar amor a aquellos seres diminutos y divinos. A crear valores.
El internado donde le situaron me pareció toda una obra maestra de la arquitectura en la montaña. Si lo mirabas desde el alto de una loma, tenía forma de triángulo. Uno de los vértices del era la dirección de la escuela. El director se llamaba Héctor, un muchacho trigueño, no tan joven como ella, pero de alrededor de los veinte o veinticinco años, que los esperaba a la puerta del centro. Tenía una estatura pequeña, pero le pareció muy atractivo.
Después de la dirección de la escuela se ampliaba el ángulo con una construcción más larga, situada paralelamente en relación con la dirección, era el albergue de profesores. La construcción tenía dos puertas, una a la derecha y otra a la izquierda. Ambas daban a un estrecho pasillo donde había diferentes habitaciones y en cada punta de éste, un servicio sanitario todo azulejado y varias duchas. Después de tan largo y empolvado camino, le pareció un paraíso. Allí dejaron los paquetes, escogieron y tendieron sus respectivas camas entre el bullicio y la ansiedad que le provocaba el nuevo medio y siguió el recorrido junto al resto del grupo de nuevos maestros.
Por el estado de exaltación, no había reparado casi en sus compañeros, que alborotaban ahora a su lado, y que desde ese momento compartirían su vida cotidiana. No contaba en el grupo con ningún amigo, sólo colegas que había visto de vez en cuando en la escuela. La pequeñita Teresita, maestra de Biología; la gorda Sonia, maestra de Historia, la india Gertrudis, maestra de Matemáticas. Pepe el grande, maestro de Física y Pepe el chiquito, que enseñaría Geografía eran los únicos varones del grupo. Seis meses después estos serían sus más entrañables amigos.
En el recorrido por el internado, después del albergue de profesores, Héctor les mostró las aulas. Había una que quedaba a un costado del albergue de los maestro y que era la más larga, para completar la anchura necesaria del triángulo. Las otras cinco, estaban colocadas en posición simétrica, paralelas a las anteriores edificaciones, siguiendo la apertura del ángulo. Eran más bien rectángulos, llenos de pupitres escolares y un pizarrón al fondo. Después venían los albergues. Según les dijo Héctor, dos de hembras y uno de varones. Al lado del último, situado detrás de los dos anteriores, en la base del triángulo, la cocina comedor.
Sin escapar de sus sorpresas comenzó a adaptarse a la vida del internado y a las peculiaridades del campo. Allí el día comenzaba con la diana. Para esto existía un timbre eléctrico que sonaba como una sirena, porque el internado y el hospital tenían plantas con ese sercivio. Con ella empezaba la algazara de los muchachos. Este era un internado de sexto grado, a donde venían al culminar sus estudios de la enseñanza primaria los niños de un sin número de aulas multigradas regadas por toda las montañas de esa zona, maravilla creada por la Revolución.
Había niños de Imías, el Relengo 18, del propio Puriales. En fin, toda una diversidad de rostros morenos, curtidos por el sol, algunos con rasgos europeos y ojos claros, otros con rasgos aborígenes y la mayoría con esas características del criollo de las regiones orientales del país, tan típica, en su léxico y colorido. Pero lo que más llamaba su atención era la bondad del campesino.
Después que los alumnos se lavaban y vestían con lo que mejor podían -ya en esta época aún no se contaba con uniformes escolares nuevos, como los habría más tarde y a falta de éstos, se usaban los mismos de la enseñanza primaria, que ya se habían quedado pequeños para algunos que habían estirado y raídos para otros por muy usados - empezaba a actividad matutina. Todos los estudiantes formaban en hileras frente al albergue de los profesores para cantar el himno nacional y saludar la bandera cubana, colocada al lado del busto de José Martí.
Generalmente era una reunión sencilla, no como en algunas otras escuelas donde se preparaban verdaderos actos culturales. En ella hablaba el director o alguno de los maestros y tal vez algún que otro niño dijera una poesía o cantara una canción, alegórica a la fecha que se conmemoraba.
Terminado el matutino, se iba cada grupo a su aula, donde recibían las asignaturas por especialidades. Ella, con sólo 16 años y año y medio de estudios en el Instituto Pedagógico, era la profesora de Expresión, como se le llama a la lectura, redacción y ortografía. Le gustaba mucho este romántico nombre por el que también le apodaban los alumnos, le avenía muy bien a su carácter, que cuando no quería que su yo interior se saliera a gritos por los ojos, se veía obligada a desviar la mirada, porque le delataban.
También se divertía mucho con las clases que daba, especialmente con en la clase de redacción, cuando explicaba la descripción. Entonces se iba con todos sus muchachos a la orilla del río, o a lo alto de una loma, para que desde allí, todos describieran lo que veían. La maestra, pequeñita y perdida en bulto de muchachos, también hacía su descripción y al final de la clases todos la leían. Pero esta actividad, casi siempre terminaba en aventura. Una vez, cuando se encontraban en la cima de una loma cada cual escribiendo en su libreta y algunos alumnos hasta trepados en la mata que le daba sombra, llegó el dueño de la tierra y con voz estruendosa preguntó: -“¿Qué hacen aquí?, terminarán rompiendo los gajos de la mata, ¿dónde está el maestro?”
Entre los alumnos destaca por su tamaño, Nemesio, pichón de haitiano, alto y musculosos. Con disimulo le hizo una seña para que jugara el rol de profesor, maldad que ya habíamos practicado en otras ocasiones. El indicado se paró, impresionado con su estatura al campesino y le dijo: -“Yo soy el maestro, ¿qué pasa?”. El campesino, temeroso del tono y la estatura del muchacho, cambió su actitud y empezó a explicar: -“No mire maestro, el problema es…” Ella, la verdadera maestra, aprovechó entonces la confusión del guajiro, para hacerles seña a los muchachos y marcharse todos corriendo y riendo loma abajo, mientras el estudiante continuaba siendo sermoneado por el dueño.
Así inventó sus primeras clases, jugando con los alumnos, de los que casi no se diferenciaba. Por ejemplo, para dar la lección sobre los aburridos adverbios, ideó la historia de la familia adverbio, compuesta de siete hermanos llamados: tiempo, cantidad, lugar, modo, afirmación, negación y duda. Cada uno de ellos era el encargado de decir al verbo, un petulante amigo que indicaba todo tipo de acción, o al adjetivo, otro amigo empeñado en cualificar todas las cosas ¿cómo se debía realizar ésta acción o esta calificación? Y así surgieron un sin número de anécdotas relacionas con estos personajes, hasta que finalmente los alumnos lo dominaron al dedillo.
También se divertía por las tarde en el río, donde iban a bañarse cada día, todos alumnos las escuela, a falta de una buena turbina que halara suficiente agua. Primero iban las niñas, no por mera cortesía, sino porque éstas decían que los varones ensuciaban el agua y después estos, cuando las damas ya habían dejado todo el río revuelto. Una tarde, en que la muchacha iba al frente del grupo, se les ocurrió tomar la tabla que usaba una campesina para lavar su ropa, con el fin de deslizarse por la corriente.
Pero sucedió, que cuando estaban más divertidas, incluso la maestra, llegó la campesina y empezó a dar alaridos: -“Maestra, maestra, ¿quién se llevó mi tabla de lavar la ropa?” Acostumbrada a estas maldades, ella no contestaba. Las niñas empezaron a salir del río, a secarse y a tomar sus cosas para marcharse, mientras ella hacía lo mismo. Todas, incluso yo, hacíamos que llamábamos a la maestra: -¡Maestra!, ¡maestra!, ¡maestra!, voceaban todas, saliendo al camino, dejando a la campesina con la esperanza de encontrar su tabla.
Por la noche también jugaba con las niñas en los albergues, donde le tocaba, de vez en cuando, ir a hacer la guardia. El juego más divertido consistía en tomar todas las “chismosas” cuando apagaban las luces y colocarlas en el centro de la habitación, situándole todas en un círculo, alrededor de éstas. Allí sentadas hacían cuentos hasta la madrugada, reían y cantaban, hasta que Héctor se cansaba de oír la algarabía y los mandaba a callar. Entonces, hablan bajito, por teléfono (dos cajas de cartón en forma tubular, unidas por un hilo) y se contaban las historias más inverosímiles.
Una tarde le avisaron que venía a revisar las clases un tal Víctor, el Director del Municipio de Educación. Teresita, Gertrudis y Mercedes estaban temblando, era la primera vez que en su muy joven carrera, pasaban por esto. Héctor, el Director del Centro, no tenía tiempo para ello, porque se pasaba la mayor parte de la semana fuera del internado, intentando conseguir comida para los alumnos, dejando todo el arbitraje en manos de Caridad, la Subdirectora, que era tan buena, que ni cuenta nos dábamos de su presencia. Ahora venía el tal Víctor y todos estaban preocupados.
Sucedió que fue a Marié la primera que visitaron. Cuando entró en el aula el inspector, lo saludó con picardía, ¡porque vale!, que era un buen mozo, rubio de ojos claros, como a ella le gustaban. Cómo se trataba de la primera clases del día y era 24 de febrero, debía hacer la recordación de la fecha patria, pero al dar la explicación, confundió la Guerra de 1895 con la contienda de los 10 Años. Enseguida se di cuenta que había metido la pata, pero pensó que rectificar sería más penoso y siguió con su clase. Cuando terminó, no esperó a que el inspector le dijese nada, y corrió a esconderme debajo de la cama. Sí, literalmente debajo de la cama. Ese fue el día más terrible de su vida, allí sudando recordaba la vez cuando fueron a vacunar a su aula de preescolar y se escondí con otra niña debajo de la mesa. En esta oportunidad era más grande, pero estaba más asustada y de allí no salió hasta que el tal Víctor no se hubo marchado.
Al día siguiente todos sus compañeros en el internado se reían de ella ,sobre todo porque se había perdido la oportunidad de coquetear con Víctor, a quién también le había caído bien la muchacha. Así pasaban alegremente los días en el internado, no todos eran buenos, claro, otros eran regulares y algunos malos, pero todos diferentes.
CAPÍTULO II Resliencia
VIII
El derrumbe.
La felicidad sólo puede lograrse cuando se admiten los colores ocres de la realidad y nos sobreponemos a ellos. Algo grave pasó en el mundo y Cuba empezó a cambiar. Inmersa en el desarrollo y perfeccionamiento de la obra de la Revolución se encontraba la Isla cuando se produce -en la década de los años 90- la desintegración de la URSS y el derrumbe del socialismo de Europa del este, y esos hechos se reflejaron dramáticamente aquí, puesto que la economía del país estaba integrada a esa comunidad.
En 1989, Cuba concentraba el 85% de sus relaciones comerciales con la URSS y el resto del campo socialista. En este intercambio se establecieron precios privilegiados que evadían los vaivenes del Mercado Mundial. Al propio tiempo, se aseguraba el suministro de tecnologías y la obtención de créditos comerciales en términos satisfactorios de plazos e intereses. Estas condiciones permitieron un crecimiento estable en el país durante la década de los años 80, a la vez que sembraron las secuelas de la que más tarde padecimos: la incapacidad para participar en un mercado altamente competitivo; acompañado de ineficiencia y exceso de prerrogativas sociales insostenibles económicamente.
En un período muy corto Cuba disminuyó su capacidad de compra de 8 139 millones de pesos en 1989 y hasta dos mil millones en 1993. Se desencadenó una gran euforia en los Estados Unidos; especialmente, entre los grupos contrarrevolucionarios de cubanos en Miami. Se vaticinaba que el desmoronamiento de la Revolución Cubana era cosa de días o de semanas. Llegaron a realizar gestiones políticas para la organización e integración de un nuevo gobierno. Sin embargo, pasaban los meses, se ampliaba la crisis, pero en Cuba no había descomposición.
Se derrumbó también la economía doméstica. La mía, como la de todos los cubanos, se hizo terrible. Empezamos a adelgazar, entre la bicicleta y el no comer. Para la fecha lo único se servía en casa eran arroz con frijoles negros, estos últimos confeccionados con sólo sal y agua. El plato fuerte podía ser un aguacate o un plátano, si se podía comprar, porque el primero llegó a valer $20.00, que para la época y los salarios existentes, era significativo.
El único bombillo de la casa se colocaba –después de comer- en el baño y si tocaban a la puerta, había que bajarlo para llevarlo a la sala y ver el rostro de los que llamaban. Para algunos, a los que la crisis no les tocó la alacena -porque pertenecía al poder o formaban parte del sector, recién fundado, que manejaba divisa- esto puede parecer una exageración; pero las verdaderas “víctimas del período especial”, no me dejarán mentir sobre ello.
Fueron muchas, pero especialmente fue sacrificada la juventud. Ellos no pudieron, como nosotros, disfrutar de las igualdades sociales en Cuba: no pudieron entrar libremente a un hotel, una playa, o un cabaret, que empezaron a reservarse para turistas y ellos fueron heridos por el estigma de las diferencias. Mi hijo mayor fue uno de los tantos, no sólo en el sentido económico, pero sí a consecuencia de éste. En ese momento estudiaba en la universidad, el primer año de carrera de ingeniería mecánica, cuando el poder comer se convirtió en la primera prioridad de los cubanos.
Poco a poco comenzó el desaliento. ¿Para qué estudiar si los ingenieros se morían de hambre y están dejando sus trabajos para ser maleteros en los hoteles o choferes de taxi? Había que ayudar a la madre a sobre llevar las penurias del hogar y fue así como él y su hermano salieron a la calle a vender pasteles, con sendas latas sobre la espalda. Aún lloro al recordar las llagas que tenía de mi hijo a consecuencia de ello. Y no era un bolero, ¡todo se derrumbó! Y más que todo: la esperanza.
Empezaron a aparecer por aquí y por allá los “nuevos ricos” y los símbolos del bienestar económico: el carro o la moto, el celular, las cadenas y los dientes de oro: la especulación; y mi discurso empezó a palidecer. La vieja ya no era un ejemplo a imitar, con sus huecos en los zapatos daba lástima, mientras los “Adidas” lucían esplendorosos en las vidrieras, que ahora se multiplicaron y hasta servía para mostrar a los que exhibían bebiendo “cerveza de latica” en las cafeterías; las cuales se construyeron -al ser al aire libre, o con paredes de cristal- para la especulación[i].
Había que buscar dinero, ese era el “tipo”, el que nos daba acceso a la vida nocturna de la ciudad, el que permitía bañarse en las piscinas de los hoteles y corres motos; o el que consentían que los niños de mi querida patria socialista pudieran comer caramelos o tener juguetes. ¿A dónde fueron a parar las lecciones de moral y buenas costumbre que les di a mis hijos? Ni yo misma lo sé, pero en épocas de crisis había que apoyarse los unos a otros en el amor de la familia.
Finalmente mi hijo mayor dejó la escuela, eso no daba nada, y se fue a vender discos de música piratas que comenzaron a multiplicarse rápidamente. Cuba entraba de golpe y porrazo en la “era informática”. Poco a poco pudo comprarse una computadora propia y separarse de su socio, haciéndose independiente.
Multiplicó sus riquezas construyendo en la sala y la terraza de la casa materna un pequeño apartamento, compró moto, aire acondicionado, celular y ya podía ir a especular con sus amigos a la “disco”. Yo seguía en la casa, pero cada vez más distante. Tuve que vender la bicicleta que me dieron en el trabajo para poder comprar un par de zapatos. Para poner la mesa todos los días hice más inventos que se merecían ir al “Fórum de Piezas de Repuesto y Tecnologías de Avanzadas” por su peculiaridad. Mi hijo me viró la cara, era una fracasada, pero yo seguí luchando.
Hasta el más puro de los comunistas debió cuestionarse en un momento así; algunos enloquecieron, otros se colgaron por el cuello hasta morir. Muchos cerraron los ojos para no ver la realidad y otros empezaron a cambiar. Yo fui de estos últimos; si el Comandante en Jefe decía que había que aprender de los “Gallegos” que convirtieron el emblemático “Habana Libre” en “Habana Guitar”, pues había que aprender. Fue así como matriculé una maestría en administración y planeamiento en la Universidad de La Habana y traté de llevar a la práctica las nuevas ideas.
Mi hermana me llamó desde los Estados Unidos para saber qué pasaba y le contesté que en Cuba no se movían ni las hojas de los árboles.
Como era de suponer, también se incrementaron en el norte las acciones para difamar y acabar con la Revolución, desestabilizarla y arreciar aún más el bloqueo económico. Así, a mediados de 1992, el gobierno estadounidense aprueba la LeyTorricelli caracterizada por el uso de “dos carriles” y la Ley Helms Burtonomía Política en la Ciudad Universitaria José A. Echeverría (CUJAE) y estaba perdida; parafraseando a un político de los excomulgados por la lucha contra la corrupción, preferí reubicarme antes que enloquecer. Fue así como llegué a ser directora de una secundaria básica a cuatro cuadras de mi casa, porque entre otras cosas, no había combustible, ni transporte y trasladarse se convirtió en una odisea.
Un derrumbe es precipitación, demolición de lo viejo como lo es la Revolución; y este, como ella, vino acompañado de la construcción de lo nuevo.
IX
El regreso.
Se decía que la distribución en el socialismo debía hacerse con arreglo al trabajo, como había dicho Marx en su “Crítica al Programa de Gotha”, pero para el año 2000 eso ya estaba olvidado en el socialismo cubano. Los que gozaban de los privilegios de poder de todo tenían y podían repartir a unos y negar a otros, muchas veces por capricho, pero los que se lo proporcionaban con “formas alternativas” que iban desde el robo hasta trabajos no reconocidos legalmente, eran perseguidos y expulsados del Partido. Sobre todo los más débiles, porque los grandes siguieron viviendo a sus anchas. A mi pobre padre, de más de 80 anos, lo llevaron a la estación de policía por vender pasteles, igual le sucedió a uno de mis hijos, mientras se multiplicaban los robos en la cadena puerto, trasporte, economía interna; o se enriquecía los que trabajaban en la aduana o la destilería de alcohol.
Con la “Comunidad” y la liberación del dólar, aparecieron otras vías diferentes en ocasiones opuestas a la forma tradicional plateada para el socialismo. Aparecieron las remesas familiares, los ingresos en divisa provenientes de relaciones con firmas extranjeras o extranjeros radicados o no en el país, ávidos de hacer negocios en este mercado virgen y hasta el Estado empezó a crear diferencias entre las esferas de trabajo; así los trabajadores de la marina, las tiendas, el turismo y otros, se agenciaron de algunos modestos ingresos en divisa de forma oficial y otros muchos más elevados productos del desvío de ingresos.
Generalmente los que tienen otro tipo de ingresos que le permiten suplir los necesidades más perentorias de productos higiénicos, ropa y calzado, que sólo se pueden obtener en la amplia cadena de tiendas en divisa, ven con un poco de desprecio a los pedigüeños, que se arriman al poder para obtener migajas, muchas veces a cambio de humillaciones personales y chantajes, que yo nunca admitiría.
Con tal situación, algunos dirigentes dejaron cada vez más de ser ejemplo para el pueblo trabajador, hasta el punto que la familia de un Gerente o un Ministro alcanzó un estatus social evidentemente más elevado que resto. Los hijos de estos personajes celebran bodas y fiestas de cumpleaños donde se derrochan recursos, tenían casa adquirida legal o ilegalmente que son verdaderas mansiones. Y el pueblo miraba.
Así fue como con cierta apertura y siguiendo estos ejemplos, surgieron los negocios particulares y los hijos de los dueños de “paladares” o los que se mantienen con el alquiler de habitaciones, entre otros, comenzaron a competir con los de los dirigentes, todos ellos ocupando un nuevo estatus, muy por encima del trabajador que mantuvo y mantiene niveles de ingresos cada vez más distantes de los niveles de consumo. Aparecieron los “ellos” y los “nosotros”.
A consecuencia de circunstancias políticas totalmente ajenas a los intereses de sus víctimas, mi hermana pudo un día visitar de nuevo su patria, pero las autoridades en ella –a pesar que formalmente la reconocían como cubana- la recibían como extranjera, o como la calificaron: “cubana americana”. Si nos detenemos un minuto a examinar esa expresión, veremos que en sí misma es absurda. ¿Es que acaso Cuba no está en América, o la única América que existe es la del norte?
Además, era cubana para cobrarle el sobre peso de forma diferenciada y tener que pagar por un artículo dos veces su costo: el que pagaba al comprarlo en EEUU y la tarifa que le cobraban en el aeropuerto internacional José Martí. Sin embargo, su hijo, nacido en los EEUU no tenía que pagar nada. Era cubana porque tenía que sacar dos pasaportes, con el debido costo de actualización: uno como ciudadana norteamericana y otro como cubana. Era cubana para que un pasaje o una llamada a Cuba le costaran más cara que a cualquier lugar del mundo. Y era cubana sobre todo para que el quitaran al entrar el 20% del dinero que había tenido que ganar bajo una despiadada explotación, en el país más poderoso del mundo.
Mujeres y niños cubanos reían en el aeropuerto de Miami porque venían a Cuba a ver a sus padres y abuelos: el sol, las vaquitas, las gallinas y los caballos; otros lloraban en el aeropuerto de Rancho Boyeros, porque no les alcanzan el dinero para pagar por los regalitos que traían a sus familias, después de tan larga ausencia. Pero eso no le importaba a nadie. Eran gusanos.
Mi hermana, vino una mañana soleada, como casi todas en su hermosa Cuba y la familia se amontonaba, junto a muchas otras personas, tras el cordón de prohibición que los mantenía de pié y expectantes en el aeropuerto. Estaban separados unos 10 metros de la puerta de cristal por donde aparecerían los desterrados. Antiguos traidores que ahora regresaban como Santa Claus, cargados de regalos.
¡Qué vamos a hablar de sentimientos encontrados! Allí, en el grupo amontonado de gusanos estaba yo, la comunista. ¡Cómo culparme, la que regresaba a la patria era la hermanita, la única que tenía, aquella que había crecido devastando su adolescente vida, cogiéndole los vestidos nuevos para arruinaros en el piso mientras jugaba a los yaquis; la que le gritaba apodos mientras presumía entre sus amigos del Círculo Social, o me obliga a regresar a la casa amenazándome con contarle a mamá de mis amoríos.
Sin embargo, ir a recibirla también me costaría que el poder comenzara a desconfiar de mí. Después, con la salida de mi madre y mi deseo de visitarla, creo que esto empeoró. La vida nos había separado no sólo físicamente. Mientras una se marchaba a los Estados Unidos, la otra se preparaba como profesora de marxismo en la URSS. ¡Cuánto sufriría la madre! Sólo tenía dos hijas y una era comunista, mientras la otra era “gusana”. Este no es un drama personal, se repite en muchos hogares cubanos.
Dentro del bullicio y la ansiedad la familia divisó la cara de la desterrada. Claro, no era aquella misma de veintiún años que se había marchado para poderse pintar la cara con productos reales para eso, mientras en Cuba usábamos el rojo acetil, o cualquier otro que sirviera para colorear los labios. Aunque les paresca superficial, eso fue lo que le dijo en una carta que le dejó a mi padre. El tiempo había hecho sus estragos, pero seguía siendo bella. Ahora, con el pelo decolorado, más pálida por el clima del norte y con un aire superficial de extranjera de “extranca”, masticando la ese junto con la goma, pero allí estaba.
La familia se abalanzó dentro del público, tomé al pequeño que traía mi hermana en brazos –mi sobrino- y que pasaba como 50 kilos, a pesar de sus apenas tres años y de pronto la hermana empezó a gritar: -“Me roban el niño”. Sí, aunque parezca extraño estaba aterrada. Después explicó que cuando hacía las compras para venir a Cuba, en la tienda había secuestrado a un niño; a nosotros nos pareció del todo anormal, porque aquí eso era una excentricidad. –“No te preocupes, le dije, que si alguien se equivoca y se lo lleva, te lo devuelve de inmediato cuando comience a pedir comida, porque este pequeño monstruo debe comer por tres”. Y todos rieron la broma.
MI hijo pequeño, que era un bebé cuando la tía se marchara, contaba para la fecha quince años, los mismos que falta la tía de Cuba, por lo que no la conocía, se sorprendió de ver una mujer, medio loca, que gesticulaba igual que su mamá, por lo que no la extrañó, y al poco tiempo jugaba con ellas a las cosquillas tirados en la cama, como si se conocieran de toda una vida. Dicen que es la “fuerza de la sangre”.
Pero todo no fue risa. La hermana estaba ansiosa de reunirse con su familia, de sentirse segura en su patria, después de tantos años. Sentada en la sala de la casa materna, la misma de otros días felices, me pedía que no me separara de ella. Aunque parezca difícil de creer, había venido a Cuba para estar con su hermana y para nada había recordado que era comunista. Así fue como me contó todo lo que había sufrido, sola, sin nadie a quien acudir. Como parió sus hijos entre desconocidos, e inventó para ellos una familia, enseñándoles a llamar tía, abuela o primo a gentes ajenas. En el mercado donde trabajaba le decían “la cajera de llora” y hasta padeció de conjuntivitis por restregarse los ojos mientras atendía.
Pero al que más intrigaba todo aquello era a mi hijo mayor, que tenía para la fecha veintitrés años. Él era un hipercrítico de la Revolución y esperaba a su tía con ansias para reunirse entre “gusanos”, excluir a la madre comunista y sentirse en su salsa. Pero nada fue como lo pensaba. Su tía le explicó que aquel era un país frío, calculador y cruel, que sí “no creía en lágrimas”. El regreso trajo viejos amores y desamores; y con ellos, lo más penosos del pasado.
X
¿Crisis de valores?
Comenzó entonces a hablarse de crisis de valores, aunque nunca me ha gustado ese término. Creo que los valores, como elemento superestructural, se mantiene interconectado con la base económica y, en Cuba, aunque la propiedad social continuó siendo la esencia de las relaciones de producción, el Gobierno ha ido adoptando paulatinamente una serie de medidas que cada vez nos acercan más al Capitalismo de Estado. Se agudizaron las diferencias socioeconómicas y en las aulas empezaron a aparecer por debajo de los pupitres los zapatos de sesenta dólares, al lado de los de cien pesos cubanos.
Fue apareciendo un sector privilegiado por la “burocracia” o “por las remezas” y más tarde las pequeñas y medianas empresa privadas (MPYME), porque aquí acostumbras a crear nuevos nombre para lo ya existente. Se generalizó la corrupción y la gente empezó a ir al trabajo por lo que podía conseguir y no por lo que podía aportar. Los títulos universitarios dejaron de estar de moda y la exacerbación de la vulgaridad y el mal gusto pasaron a ocupar los espacios de la estética.
Recuerdo que cuando tenía veinte años, un día discutí con el administrador de mi centro de trabajo por unos días que me quería descontar por haber estado trabajando para la UJC, e indignada le tiré el sobre del salario a la vez que le espetaba: “yo no trabajo por dinero”. Ahora espero con ansias el día del cobro y aunque no discuto el salario porque no me permito caer tan bajo, trabajo para el que mejor me pague. ¿Quién cambió? ¿Perdí valores? ¿Me volví mala? No, es que ahora, a pesar de mucho esfuerzo es difícil mantener a la familia como antes, cuando gracias a las ventajas del socialismo, se vivía con prosperidad.
A veces me gustaría creer en el destino y en la buena suerte. Tal vez sea la necesidad que tenemos de creer en algo lindo. Oculta en mi oficina, cada día, consulto secretamente mi horóscopo en la Internet y hasta he pensado, cuando me retire del trabajo, dedicarme a leer el Tarot, disfrazada de gitana, en las plazas antiguas de la Habana Vieja. Son tantos los misterios de la vida, que ni le materialismo, ni la dialéctica han podido apagar en mi la tercera dimensión del hombre, su espiritualidad.
Me fascinan los cultos asiáticos, aunque los desconozco bastante, pero me gustaría creer que en otra vida fui tigre. Entonces me imagino conociendo la jungla más que nadie y moviéndome con facilidad por ella, como me muevo cada día por la selva que constituye este mundo que no comprendo. También me imagino que en algún lugar del mundo existe mi alma gemela, que quizás haya pasado a mi lado alguna vez sin darme cuenta o no la haya conocido aún. Cuando estas cosas ocurren me aferro a María Esperanza.
Una mañana llegó temprano a la escuela, había examen de Música y aunque dominaba muy bien la asignatura, por las clases de piano que la familia me había obligado a seguir, me sentó en su pupitre y empezó a pasar la vista sobre las letras escritas en la libreta, ya que no había tenido tiempo de verlas antes. Llegó Oscar y se sentó a su lado como siempre. ¿Quieres que te repase?- le preguntó la muchacha- tú siempre haciéndote la sabihonda -le contestó éste- herido por la subestimación en que siempre lo mantenía ella.
Los adolescentes son así, a veces no logran expresar correctamente sus sentimientos y echan a perder lo mejor de las relaciones. Poco tiempo después llegó el grupo y fue ocupando sus asientos.
El caso es que el examen hacía un rato había comenzado y la regla plástica de Marié, con todas las respuestas escritas, empezaba a caminar por toda el aula. Nunca había visto un examen donde los estudiantes subrayaran tanto, todos pedían la regla, contestaban y la pasaban. Entonces se fijó que el examen de Oscar seguía en blanco y éste se había levantado a sacarle punta al lápiz. Aprovechó un descuido de la maestra y fue hasta él. ¿Qué es lo que no te sabes? -le preguntó- y para sorpresa de casi todos, éste –siguiendo la fórmula que aconsejaba el socialismo- habló en voz alta a la maestra denunciando la insinuación de ella. Casi corró hasta el pupitre como quien recibe una gran lección de moral y desde ese momento asumió que era muy malo soplar en un examen y éste, paradójicamente, fue el único amigo de la infancia que conservó toda la vida.
Claro, esto sucedió antes de que se convirtiera en un problema de honor no copiar en los exámenes y las escuelas empezaran a hacer “Exámenes de la Dignidad y a declararse “Escuela Libre de Fraudes”; y mucho, mucho antes, en que el fraude y la doble moral volvieran a apoderarse de las aulas. Ahora la corrupción es una meta a erradicar.
Oscar era osco y callado, pero siempre estuvo al tanto de los problemas de la muchacha. El se ponía celoso de los otros amigos cuando, de niña, ella iba al parque a columpiarse en las hamacas; decía que los otros querían aprovecharse de ella y fue el único que la visitó después de la última pataleta que le diera en público, como fin de su -un poco tardía- infancia.
Ahora era necesario volver a reflexionar sobre el camino de la formación de adolescentes y jóvenes en la sociedad cubana del presente milenio. Quedaron atrás los momentos en que su preparación para la vida estaba relacionada con tareas difíciles y heroicas –como la alfabetización, subir los 5 Picos, o las recogidas de café- que actuaban como motor impulsor de su independencia y realización social. La población envejeció, los padres se volvieron abuelos y con ello, se elevó la tolerancia y la sobreprotección.
Hubo otra época que se consideraba normal que las jóvenes generaciones aprendieran que el éxito se alcanza con el sacrificio. Tareas heroicas fueron protagonizadas por adolescentes y jóvenes; por eso muchos de sus nombres forman parte de la larga lista de héroes y mártires de la Patria. Esa generación se convirtió en padres exigentes, que propiciaron que sus hijos se fueran -en muchos casos- actores importantes del bienestar social. Ahora se pretende acciones similares, como apoyar a las víctimas de la pandemia o de los fenómenos naturales; pero, aunque la juventud se incorpora, el reconocimiento entre sus coterráneos no es el mismo. Cambió la revolución y cambió el contexto social. Los jóvenes admiran más al del peinado extravagante o al del ciclo motor, que al que estuvo en la zona roja cuando el COVID.
En las actuales circunstancias, las nuevas concepciones sobre la formación de los jóvenes y adolescentes se encuentran matizadas por criterios menos exigentes. Progresivamente su responsabilidad se ha ido trasladando de su actuación personal, a la de padres, maestros, u otros agentes sociales. A pesar de que en este período alcanzan la edad laboral, militar y penal en Cuba, ellos sólo son responsables de “estudiar”. El entrecomillado se debe a que en la práctica, si no aprueban o mantiene una actitud negligente ante esta única tarea, se culpa a los padres o generalmente al maestro, por su mala formación.
Al estudiante no se le considera capaz de auto prepararse, de leer un libro y comprenderlo y esa labor compartida estudiante-maestro que recomienda la didáctica para estas edades, se reduce a una responsabilidad sólo del segundo y de terceros que no participan en el proceso. Todo, menos exigirle de hecho que cumplan con su parte.
Las presiones por obtener éxitos en el estudio para continuar su ascenso en la vida social o recibir la aceptación de padres y maestros, se traslucen en acciones más tolerantes aún; tales como: repetirle el contenido de la materia hasta el cansancio, obligarlos a permanecer en el acto de examen más del tiempo necesario, buscarlos en las casas cuando no se presenta a la escuela, darle a firmar cada nota para asegurar que conocen de sus resultados, darle una segunda oportunidad sin perder la primera, etc. Todo lo anterior va aparejado al fracaso universitario de los así formados, ya que cuando deben pasar a la etapa donde el peso fundamental del aprendizaje pasa al estudiante, no se encuentran capacitados para asumirla.
Pero ello es sólo una arista del problema. Muchos de los padres y maestros de la generación actual se formaron en el “Período Especial”, donde los valores se trastocaron, en correspondencia con los cambios ocurridos en la base económica, determinados por la crisis económica que azotó el país. En los hogares y aulas se habla cada vez más de la importancia de conseguir dinero para alcanzar el éxito y en su mayoría, de formas fáciles para alcanzarlo, como vivir de la remesa familiar, “negociar” u otras más penosas, que se encuentran en correspondencia con mentes excesivamente complicadas por una visión subdesarrollada del mundo actual.
Objetos caros dan la imagen de estatus y por inaceptable que nos parezca, los muchachos ya no buscan sellos o diplomas de reconocimiento por su labor, sino aditamentos que van desde dientes de oro, collares dorados, tatuajes o la indumentaria del Yabó, hasta aparatos radioelectrónicos, celulares o zapatos de caros. Estos son costeados por los padres y muchas veces lo obsequios son ajenos a los resultados del cumplimiento de la responsabilidad básica: estudiar.
Es ahí donde la tolerancia se convierte en indolencia, y en ella participa la sociedad impunemente. Adultos que en ocasiones adquieren sus ingresos de forma ilegal o amañada, se convierten en patrón de conducta de las futuras generaciones. No es estudiando, siendo respetuosos y socialmente aceptado, que se obtiene éxito en la vida.
Se puede ser negligente, pensar sólo en la música o en la moda, alterar el orden social con escándalos, no pagar en el ómnibus, recibir de forma enteramente gratuita los beneficios de la educación y la salud, vivir en una casa por un bajo alquiler o ya propia, adquirir alimentos subsidiados de la canasta básica y a la vez, no aportar nada al beneficio social, o lucrar con el esfuerzo de otros. Sólo hay que ser “pícaro” y saber cómo quitar a los “bobos” lo que ganan trabajando.
Como se puede apreciar, un problema que surge en los hogares o en la escuela, alcanza en poco tiempo una repercusión social y problemas que ocurren en la sociedad, se convierten en problemas domésticos y docente. El adolescente o joven altanero, se cree merecedor de todo a cambio de muy poco. Irrespeta al padre, al maestro y al adulto en general y tal situación no se puede cambiar con sport televisivos. Para obtener un cambio todo el sistema debe actuar con fortaleza.
Los padres deben ganar su sustento fruto del trabajo y no de prebendas y beneficios extra laborales. Ocupar el lugar social de su aporte en esa esfera. Los maestros deben merecer el reconocimiento social como lo que son, formadores del futuro; y para ello, esta profesión debe volver a ser fruto de una preparación rigurosa. Los estudiantes deben ser responsables de sus actos docentes, legales y sociales, independientemente de otros actores.
Por eso esta reflexión lleva a profundizar en la lucha contra el delito y la corrupción, en la distribución con arreglo al trabajo y en el regreso de la exigencia docente a los cánones adecuados. De no tomarse medidas urgentes al respecto, peligra no sólo el futuro del planeta; sino también el de la patria.
La educación filiar que heredamos de España los latinos, es sobre protectora en demasía, por ello quizás a las personas de otras latitudes le extrañe mi estrecha relación con padres y amigos y sus reacciones un poco infantiles ante la vida, así como los rasgos de mi carácter. Todavía en la década de los años sesenta, conceptos como la importancia de la virginidad ante el matrimonio, la modestia femenina, estudio de un instrumento musical, las clases de danza, etc., eran rasgos distintivos de la buena educación de una muchacha. Lo cierto es que mis padres marcharon siempre delante de mí, dibujándole el camino de color de rosa.
En los interminables debates sobre corrupción que he tenido que escuchar hasta ahora, se reitera el problema de mejorar los controles, violados por los mismos que los establecen y de enseñar valores como austeridad y honestidad, en las nuevas condiciones económicas. No es que niegue la interrelación dialéctica que se estable ente base y superestructura, ni la influencia que puede establecer la superestructura, en este caso la educación, sobre la base, pero es ésta- según dicen ellos- en última instancia la que determina.
Con la liberalización del dólar, las empresas mixtas, las S.A. del Estado, las MYPME y otras manifestaciones de esta política de subsistencia, la población no puede ser excluida de sus beneficios. Si el Estado no los instrumenta, o los reduce cada día con medidas como el alza de precio en las tiendas recaudadoras de divisas, o la disminución del estímulo a los trabajadores de sectores relacionados con ésta, la lucha contra la corrupción jamás será una contienda donde participen las masas. Creo que hay que trabajar por elevar cada día los ingresos de los trabajadores hacia sus necesidades, no como sucede, que cada día se alejan más.
Recuerdo que una vez, siendo profesora de la Universidad Técnica, un estudiante me increpó en la cara que nuestra generación los había enseñado a ser fraudulentos. En ese momento se daban muchos debates en las aulas universitarias; primero, porque era una forma didáctica de enseñar y segundo, porque las inquietudes juveniles siempre han movido hasta los sistemas más absolutos. En mis clases, por ser precisamente de Economía Política, se generaban más.
Ese día debatíamos sobre la propiedad social y las manifestaciones de su inmadurez en el socialismo. En correspondencia con las posiciones materialistas, se esgrimía el argumento que el insuficiente desarrollo de las fuerzas productivas provocaba una manifestación inmadura de las relaciones de producción, cuya esencia eran las relaciones de propiedad. Con éste argumento, se explican la existencia de manifestaciones como el descuido de la propiedad del Estado, el despilfarro, el que a nadie le importara su deterioro y hasta hurtos, robos, o mejor dicho “desvío” y “faltantes”, una forma elegante de llamarle a los anteriores calificativos. Porque eso sí, en el socialismo hay muchas formas nuevas de llamar a los males ancestrales.
De pronto en el debate surgió el argumento de la doble moral, de cómo unos decían que la propiedad era de todos y en realidad no era de nadie, pero no fue suficiente y afloraron los fraudes en la vida social y en particular en la educación. Ahora es necesario luchas por la autonomía de la empresa socialista; si la empresa no es autónoma, se reduce la posibilidad de que los trabajadores participen en la toma de decisiones, y el verdadero propietario no se siente de dueño ante la multiplicidad de eslabones que lo separan de ésta.
Cuando el estudiante me espetó eso en la cara me quedé callada, aún hoy no puedo explicarme cómo llegamos aquí. Es posible de que la causa más profunda de la corrupción y las ilegalidades, como se les llama, sea que cada día más los ingresos de los trabajadores se separan de sus necesidades, al contrario de la máxima del socialismo, que la lucha contra estos males, lejos de ser una meta popular, no cuenta con el apoyo del pueblo. Pero no se trata sólo de esto, es también un problema de ejemplo.
Desde la década de los años 70, con la partida y después su desaparición física de Che, los dirigentes “revolucionarios” se separaron definitivamente de la línea de la austeridad. Aún recuerdo cuando usar ropas o zapatos de marcas extranjeras comenzó a ser privilegio de los hijos de los cabecillas, los únicos que tenían posibilidades de viajar. Pero después vino la entrada de la comunidad cubana en los Estados Unidos y el privilegio pasó a ser de éstos y de los muchos otros que teníamos familias en el extranjero. Compartir tal privilegio no les gustó a los dirigentes claro, ellos tenían y tienen otros códigos de moral. Por ejemplo, lo usual entre ellos es “resolver” sus necesidades económicas mediante el desvío de recursos de usos sociales a usos particulares. En realidad los valores están trastocados.
XI
Por la ruta de los héroes.
Pero dejemos las remembranzas y volvamos a María Esperanza, la secretaria del Jefe. En este contexto, quizás buscando una mejor forma de vivir, Marié -además de su trabajo como profesora- había comenzado en septiembre del año 1998 a escribir un Guión para un documental sobre el apoyo campesino al Desembarco del Yate Granma; esto le entusiasmó. Poco antes había realizado trabajos de asesoría histórica en el competitivo sector de la televisión y una amiga le había llamado para continuarlos. Fue entonces lo conoció.
Cuando le dijeron que iba a encontrarse con un héroe no lo creyó, era un domingo en que se habían reunido los del grupo del documental para ultimar detalles sobre el trabajo, en la casa de uno de ellos. Ya el Director le había anunciado la visita del Jefe, pero ella demoraba aturdiéndome en las labores domésticas y dejaba pasar el tiempo. Opinaba que un personaje tan importante no vendría a una casa de barrio a visitar profesionales venidos a menos, mucho menos ahora, cuando la Crisis del Socialismo Real había golpeado sus alacenas y difícilmente podrían preparar un agasajo como el que merecía, pero se equivocó.
Al encuentro llegó tarde, desconfiada, pero desde que lo vio se impresionó. Escuchaba callado la lectura del texto, se sentó a su lado en silencio, meditaba. De vez en cuando le miraba, no pienses tanto –le dijo- sin embargo, ella no lograba salir del asombro. Para Marié, el jefe, sólo existía en los libros de Historia, que mucho se parecen a los libros de cuentos, ahora le recordabas a los campesinos de la sierra, tan sencillos y espontáneos; quizás por eso de no reparar en privilegios para considerar a tus amigos, los allegados te llamaban “El Guajiro”.
¿A qué se debió que él fuera de los preferidos? ¿A la casualidad? ¿Al destino? Ya lo dice La Biblia, “mucho son los convocados, pero pocos los elegidos” ¿Qué sabía del Asalto al Cuartel Moncada? ¿Aquel amanecer de 1957 en que miraba al horizonte en el oculto puerto de la Boca del Toro, decidió su destino? ¿O es que la quilla del Granma se convirtió en su mecías? ¿Si ella hubiese estado allí, estaría ahora él? ¿O estaría entre los que encontraron la muerte, buscando el camino? Estas y muchas otras interrogantes le venían a la mente.
Un héroe de la montaña para ella era el que salvó a Fidel y a sus compañeros de la muerte que los asechaba, el que libró los combates decisivos bajo su mando, el que soportó las penurias de la guerrilla. Marié pensaba y pensaba... ¿Cómo apreciarlo en toda su talla? El héroe y el hombre que tenía delante, eran los mismos; el campesino ingenioso, sincero, sencillo, guerrillero, político, hombre de Estado, y aquel que le miraba interesado, dubitativo y sonriente, queriendo leer en su mirada la impresión que le causaba, eran el mismo.
No era fácil apreciarlo tal cual era; en toda tu dimensión... En un momento en que los dejaron solos, le preguntó, pero sólo de esa forma que utilizan las personas que conocen todas las respuestas ¿Cómo te sientes? Y ella, no acostumbrada a las adulaciones, le contestó sencillamente: - Es un honor para mí estar a su lado. Ahora puede acercarse y tiembla cuando lo ve. ¿Será porque desde niña quiso conocer a los héroes? ¿O porque no ha perdido la frescura de imaginar aquello que no comprende? ¡Cuánto los idealizó! Pero son reales, de carne y hueso. Héroes también de este tiempo en que amenaza la ironía, la apariencia, el desamor y el recelo.
Al poco tiempo de conocerlo el Jefe le había citado a su oficina para revisar los cambios realizados en el documental en que trabajaban; sin embargo, cuando comenzó la conversación, notó que estaba más interesado en conocer su opinión sobre un grupo de temas, que en el texto que analizaban. Se reiteraba su interés por ella y se preguntaba ¿por qué me habrá escogido a mí?
Hablaron de Filosofía, desde los racionalistas que argumentaron las bases de la teoría neoliberal -muy en boga en estos momentos- hasta los marxistas, que refutaron esos argumentos hace ya mucho tiempo. Comentaron de la Política y de la Economía; y también, de la vida cotidiana, de sus sueños y aspiraciones. En ese momento no dijo nada, pero cuando llegó a su casa les comentó a sus hijos que se había sentido entrevistada. Su interés por ella le intrigaba; sin embargo, ellos la persuadieron. “Es idea que te haces”, “sólo quiso tener una atención contigo” –dijeron- y ella olvidó el asunto.
Recuerda que muchos trataron de convencerla; o lo mejor, de hacerla entrar en razón. Dijeron que cómo iba a olvidar todas las metas que se había trazado antes en la vida: su amor por el magisterio, sus los alumnos, la investigación. Hasta trataron de hacerle sentir insegura, afirmando que el Jefe era un tipo colérico y que en un arranque de ira la podrías expulsar de su lado dejándola desprotegida, como sucedería más tarde. Pero ella no escuchaba a nadie; ni la desidia, ni el desamor de otros le habían hecho abandonar sus nuevas esperanzas.
Opinaba sinceramente que los que así hablaban se morías de envidia por el privilegio que ella había alcanzado al poder compartir con él su trabajo; creía que éste era un merecimiento por una existencia dedicada a construir el bien de los demás. En cambio, a ellos los veía mezquinos e incapaces, porque su ambición desmedida los había separado, hacía mucho tiempo, del camino de los elegidos. Con todo ese mundo de imprecisiones empezó a trabajar como su jefa de Despacho del jefe.
Poco antes de iniciar el trabajo en la oficina, el jefe invitó a Marié a hacer un recorrido por la zona del desembarco del yate Granma, con el pretexto del documental. Cuando emprendieron el camino hacia la Sierra, el Jefe jaraneaba con tu típica y aparente ingeniosidad campesina. Al pasar por Campechuela decía: “Comentan que en este pueblo “que el que no corre vuela”. Ya en Cubeña, comenzó a señalarle los lugares donde habían combatido, aún antes de la Ofensiva de Verano, mientras le admiraba que en época tan reciente anduviera la guerrilla por los llanos. Muy cerca de ese lugar pudieron observar el monumento erigido a la memoria de Juan Manuel Márquez, que se encuentra cerca del Central San Ramón, en la Finca de la Norma; sitio donde fue asesinado.
Poco más adelante entraros en Media Luna, el pueblo de Celia Sánchez, a donde venía el Jefe de joven para vender sus viandas; de allí se divisaba la Sierra Maestra, indomable, majestuosa, a la altura del campamento de La Plata. Marié se quedó extasiada. ¿En qué piensan?- le dijo- parece que hasta hoy lo ha intrigado su mente, en la que nunca ha podido penetrar, a pesar de sus habilidades de político. Pero en ese momento ella no pensaba, sólo sentía el clamor de la Patria y el amor por sus héroes, y sólo sonrió sin decir nada.
Durante ese recorrido le habló de ir a trabajar con él. La propuesta fue tímida; estaba preocupado de no poderme pagar todo lo que ella ganaba en su anterior trabajo. No puedo explicarle el por qué, pero su respuesta fue inmediata: “Claro que quiero, ¿qué significa el dinero ante el privilegio de estar junto a un héroe? Un poco después reflexionó sobre esa respuesta, ¿no se estaría apresurando? ¿Cómo dejar toda mi vida y correr allí? Sin embargo, algo dentro de ella rehusaba el razonamiento, sentía el mismo entusiasmo ingenuo e impulsivo de cuando era una adolescente. ¿No escarmentará de esa actitud, ni aún a los cincuenta años? Estaba contenta, sentía la comezón de cuando se acerca la aventura, el misterio; y a la vez, la seguridad que su actuar pausado y sabio le inspiraba. Sentía la fuerza del poder.
Durante el recorrido por la zona oriental el Jefe hablaba con su hermano sobre los tíos mambíes; mientras que el carro se movía rumbo a los montes que conocieron su infancia. Y Marié amaba a sus ancestros y a los de ella, que les dieron esa fe por la que luchaban. Mientras tanto atravesaban tierras cercanas a la finca Demajagua, que fueran antes del triunfo de la Revolución, latifundio de los descendientes de Céspedes, nietos de Carlos Manuel, El Padre de la Patria.
También atravesaron las tierras que fueran de Castillo -otrora latifundista- el Jefe presumía del buen “lazo” que fuera en otros tiempos, oficio que le sirvió para ganarse algunos pesos en las tierras donde el ganado creciera suelto. A la vez se lamentaba irónicamente de no servir ahora para enlazar ni un becerro.
Por Sevilla, tierras que fueran de Míster Habemeyer, representante del trust que manejaba la refinación de azúcares cubanos en Estados Unidos, contemplamos un preuniversitario construido por la Revolución, paradoja de un lugar donde en otro tiempo el guajiro no sabía siquiera leer. Pero el Jefe también recordaba el lugar donde se encontrara la valla de gallos, cerca de la tienda de María Martí; y el órgano de Evaristo, donde cogiera tremendas borracheras junto a su amigo “El Gallegito”. Un lugar especial en su mente tenía la casa de Picotazo, padre de las muchachas más lindas de la comarca y por las que quizás sufriera más de un golpe del huraño padre. Por estos lares muchas veces anduvo de joven, mientras el hermano lo cubría en las tareas agrícolas en la pequeña finca que su padre había robado al monte.
A lo lejos divisaron la loma de la Vigía, por donde él cruzara a los tres grupos principales de supervivientes del desembarco, para sacarlos del cerco de las tropas de la tiranía, después de la dispersión de Alegría de Pío y en armoniosa plática llegamos hasta Durán Arriba, a la casa de Rey Areviche, hijo de aquel Marcial que ayudara a Fidel en Limoncito. En este lugar -entre saludos y chistes campesinos- se reunieron alrededor de una mesa servida con los típicos chicharrones y las frituras de maíz, mientras conversaban sobre un proyecto para escribir una historia distinta.
Allí fue donde le contó cómo conoció a Fidel. La primera familia con que él hace contacto después del desembarco - le dijo- fue con la familia Hidalgo Coello, donde primero le dan comida; posteriormente le sirve de práctico un joven que conocieron como “el guantanamero”, quien lo cruza por el lugar conocido como el Cocal, en las Guácimas y lo lleva hasta una finca de Emilio Sanz. Sólo, continúa Fidel camino por la Sierra y llega a la Loma de la Yerba, donde visita la casa de los Tejeda.
Ahí estuvo -continúa narrando el Jefe- hasta que le prepararon alimento. Después lo traslada la familia Cañete, de los Tejeda y Verdecia, a Limoncito, donde encuentra lugar seguro con la familia Areviche. Finalmente hace contacto con la red de recepción que en la zona, que por gestiones de Celia, se había organizado para apoyarlos y en cuya organización había el jefe trabajado junto a Crescencio Pérez.
Papá se entera de que ahí hay tres expedicionarios –continúa narrando- porque Eustaquio Naranjo fue a mi casa a avisarme. Y mi papá se adelantó para verlos. Él le llevó arroz con gallina que preparó para visitarlos y tuvo una larga conversación con los tres, pero principalmente con Fidel, al cual no conocía.
Durante la conversación le dijo a Fidel: “Conoce usted perfectamente bien la invasión de Maceo del Oriente a Occidente y su regreso por la parte de San Pedro; así como que en un encuentro casual con el Ejército Español, cae Maceo gravemente herido. Cuando iba de retirada el Ejército español – continúa el viejo- un soldado se acercó al general y le dijo: -“General, general, ahí ha caído un hombre grande”. - “¿Y cómo tú sabes que es grande?” – le preguntó el general. -“Porque tiene una estrella en la gorra”. El general no le hizo caso y siguió su camino y fue por eso no se apropiaron los españoles de Maceo.
¿Moraleja de ese cuento, viejo?, le dijo Fidel. Bueno, que usted es Fidel Castro, contestó el viejo. En primer lugar porque lleva una estrella en la gorra; segundo, porque sus expresiones son las de un gran jefe, de alguien que tiene una confianza muy grande en lo que está haciendo; además, yo tengo una Bohemia que tiene una foto de cuando usted asaltó el Cuartel Moncada.
Yo llego más tarde por la noche donde estaba Fidel- cuenta el Jefe- y al decirle su nombre me responde: “¡Ah, aquí estuvo tu papá! Ya yo te conocía perfectamente. Y continuó: “¡Oye, es el campesino más inteligente que he conocido! ¡Sagaz para todas sus cosas! Pero dile que no vaya a decir que me conoció, que le pueden arrancar la cabeza.
La conversación entre Fidel y él fue larga –afirmó el Jefe- por espacio de casi dos horas. Me habló de todo lo que era la Revolución, de lo que significaban los campesinos, porque allí él había vivido nuevamente lo que planteara en La Historia Me Absolverá; y conversando nos amaneció el día 14 de diciembre de 1956.
Mientras transcurrían estas narraciones nuestro camino por la zona del desembarco continuaba. Llegamos a la pre cordillera, donde se encuentra la casa natal del Jefe. Allí nos encontramos con el guajiro Benedicto, que a pesar de sus 86 años había bajado a saludarle, enrumbando su caballo por difíciles caminos. ¡Cómo se lamentaba el pobre viejo¡ Once hijos había tenido y a todos los mandó a estudiar al pueblo. Por aquello de la Revolución, tres se hicieron maestros, otro abogado y los menos técnicos. Y ahora que tiene pocas fuerzas y que la vieja estaba enferma ¿quién va a trabajar el conuco que le dieron los rebeldes?
Cómo todos los adultos, hablaba el viejo de su tiempo, renegando de la ingratitud de los de ahora y preguntándose a su vez ¿de dónde va a salir el almuerzo? Y le dijo entonces al viejo el Jefe: -¿Es que acaso enseñó a sus hijos, cómo lo enseñaron a usted sus viejos? El también había nacido allí, en la montaña, donde aún se conserva la “casa de guano” y el corralón de las reses. Sus padres le robaron la tierra al monte para criar a sus hijos.
Había tenido once hermanos; dos murieron pequeños. Mucha era la falta de higiene, la falta de médicos... Dentro de la casa, ahora museo de su familia aunque sigue vivo, se podía ver una foto de los hermanitos con el vientre abultado por el parasitismo. Mirando meditabundo a Marié, le dijo: -Y eso que mamá con apasote con leche, o bejuco de canutillo hacía la cura de los parásitos cada seis meses”. En los tiempos en que sólo el curandero asistía a los pobres, con el crío amarrado al pecho, las heroicas madres bajaban a caballo hasta el pueblo, llevando el muerto en su seno. Cruces silenciosas en los caminos daban fe de ello.
Para el padre, soberbio, sólo había un credo: “para comer había que trabajar”. Y hasta los domingos iba la familia a laboral, “por el pan nuestro de cada día”, sin saber si el buen Dios al que nunca le alcanzaba el tiempo para llegar hasta el monte, podría perdonar sus deudas -¡qué eran muchas!- con los señores.
Desde los seis años había que conocer el golpe del hacha contra el cedro, el peso de la azada en el surco, y no se escatimaba el cuero para la educación. En ello había algo más que una lección de escuela, era la escuela de la supervivencia. La madre enseñaba desde el alumbramiento: sólo dejaba de ir al campo dos semanas para parir sus hijos; lavaba en el río la ropa de toda la familia; el mismo río donde cargaba el agua para beber y donde se bañaban.
A la escuela de verdad -a esa que organizaban los gobernantes de aquel tiempo- no se podía asistir, porque primero había que comprar zapatos y los escasos productos que lograba vender, sólo alcanzaron para graduarlos de semianalfabetos. Sin embargo, él tuvo mejor suerte. Mozo de veinte años ya tenía un buen caballo y una novia en cada pueblo. Cuando lograba convencer a su hermano de que trabajara por él, no le faltaba el “bembé” donde como buen bailador se lucía, ni el trago, ni la lidia de gallos.
Mientras el Jefe así meditaba, Benedicto le contestó: “Es que el mucho saber los ha vuelto necios”- refiriéndose a los hijos que habían abandonado el sustento para ir a la ciudad. Pero esta respuesta, que podía parecer hiriente, no afectó el criollo humor del Jefe, por el contrario, su ingeniosidad campesina lo hizo sonreír, y dijo: -Con el trabajo que nos costó hacer un burro tan recio.
Seguimos camino, dejando a Benedicto mascullar sus recuerdos, mientras nosotros continuamos por la ruta de los héroes. Y llegamos a la Boca del Río Toro, entre los saltos del jeep por los caminos. Las cazuelas y la leña preparada se pusieron pronto en movimiento y entre tragos y chistes se empezó a cocinar el pescado y el “fongo”. Allí le contó a Marié como entre los días 28 y 30 de noviembre de 1956 esperó en esas costas de la actual provincia de Granma, pero no llegaron los expedicionarios. Y de la fogata que hizo en lo alto para que se orientara el barco. Entonces ignoraba cuando había sucedido desde su salida el día 24 desde Tuxpan, ciudad de México y también lo que pasaba en Santiago. Celia le había pedido que los esperaras allí y allí estaba.
Después hablaron de los problemas de los campesinos en estos tiempos, tan distintos a los de entonces, hasta que la alegría borró los recuerdos y entonaron canciones criollas dando tumbos de regreso. Ya en casa de María Antonia, una antigua dueña de finca, a quien la Revolución por su apoyo la había dejado en propiedad una gran parte, le propuso a Marié que fuera tu Jefa de Despacho y ella sintiéndome alagada aceptó caminar por el sendero de los héroes y a la sombra del poder.
XII
El trabajo.
Siempre llegaba puntual a la oficina, estuviera o no el Jefe. Después de limpiar y recoger el buró de él se retiraba a su oficina y conectaba la computadora a Internet. Lo primero que hacía en el día era contestar el correo electrónico y después revisaba la correspondencia directa. Cada mensaje, por orientación del Jefe, debía leerlo y resumirlo, anotando con minuciosidad la procedencia. También tomaba la agenda donde había anotado las visitas y llamadas telefónicas del día anterior y las resumía en una hoja aparte. Este par de páginas de Word, las minimizaba en el borde inferior de la máquina, para agregarle cualquier otro mensaje urgente que llegara durante el día. Mientras tanto empezaba a atender las visitas y llamadas telefónicas de esa jornada.
Ella seguía la rutina, nunca dejando de atender a una persona o a una llamada. Lo consideraba su deber, no por el salario bien escaso que le pagaban, sino porque ella era así, de la vieja escuela, como acostumbro a llamar a su disciplina ante el trabajo. Las secretarias de otros dirigentes de la empresa la invitaban para salir a merendar o a ir de tiendas y ella nunca aceptaba; por eso la consideraban extraña; pero ella creía que así honraba la exigencia del héroe, aunque en realidad el casi nunca pedía nada, excepto fidelidad. Esa forma y mecanismo de trabajo lo ideó ella misma, a falta de orientación, y lo cumplía religiosamente cada día.
Las personas que la visitaban y le llamaban por teléfono eran de lo más disímiles: campesinos y otros ciudadanos que eran parientes o habían sido subordinados, o conocidos del Jefe, o simplemente personas del pueblo que habían escuchado que el Jefe era una persona asequible. Después de la muerte de Celia Sánchez, su imagen era, un poco simbólicamente, la que había asumido esta responsabilidad. También venían a verle comerciantes nacionales y extranjeros que querían hacer negocios con la Empresa que dirigía el jefe, porque además de héroe, el Jefe era, desde joven, un negociante.
Nunca pasaba directamente a una persona al Despacho del Jefe si antes no la había colocado en su lista y lo había consultado con él, exceptuando los que de antemano sabía que eran sus amigos y que previa una breve consulta oral el recibiría. Cuidaba su salud mental y dado su edad era muy considerada de que sólo le pasaran visitas agradables.
En cambio ella si recibía a todos. Pacientemente se sentaba en la salita de estar de su oficina y con un bloc en la mano, escuchaba atentamente todo lo que le decían, para después resumirlo en su hoja diaria y fue así como el trabajo fue creciendo y estableciendo un sin número de compromisos. Al finalizar la jornada imprimía las dos hojas resumidas que tenía en su computadora y en el caso de la correspondencia le adjuntaba los documentos, colocando sobre el buró del Jefe el volumen de papeles. Cuando él estaba de viaje, los papeles se acumulaban, pero ella seguía su rutina y el día que suponía que iba a llegar los colocaba rodos sobre su buró.
El desvalijaba rápidamente el cartapacio, por voluminosos que fuera, colocando al lado de cada recado una nota a mano, con las orientaciones que ella debía seguir. Las más comunes respuestas eran “pasarlo al Poder Popular” o “ponerlo en plan”. Pero había otras muy cómicas y suspicaces como: “están locos”, “envíalos a Mazorra” y otros comentarios que seguía para reírse de sus ocurrencias.
Entonces empezaba su verdadero trabajo, dar respuesta a todos los que habían llamado y venido a verle. Cada frase del Jefe generaba cientos de gestiones. Los que recibían una respuesta negativa, que ella siempre trataba de suavizar lo más posible, seguían llamando para lograr que él los recibiera y los que traslada a otras instancias de dirección, le obligaban a comunicarse con esa instancia por escrito o por teléfono para comunicarle que, por favor, atendiera la petición que le adjuntaba. A los que había decidido recibir, debía localizarlos y, luego de consultar fecha y hora con el Jefe, comunicádsela a los interesados. Recibía a empresarios y comerciantes, pero también recibía a mucha gente de pueblo, lo que generaba nuevas gestiones de parte de Marié.
Luego que desvalijaba estos asuntos y si no había reuniones o despacho programados en la Empresa, el jefe se marchaba a alguna unidad cercana. Cada mes también dejaba días libres en la agenda para visitar las provincias, generalmente concordando con los días que debía asistir a “las Tribunas Abiertas” que organizaba el país y donde él, unto a otros dirigentes, era protagonista.
Otra faceta del trabajo de Marié era la organización empresarial, donde también fue creando mecanismos de registro y control de la actividad, dada su maestría en planeamiento y administración. Empezó por hacer las Actas de los Consejos de Dirección y los planes de trabajo y después poco a poco al control de acuerdos hasta poder a todo el Consejo de Dirección de la Empresa a rendir cuenta mensualmente de su gestión. Malo, malo, eso no le gustaba nada a la gente, acostumbrados a hablar sin compromisos de responder por lo que decían que iban a hacer. Creo que eso le granjeó más de un enemigo.
Esta es una época en que el trabajo no remunera los esfuerzos personales y para mantener un nivel de vida aceptable, sin lujos pero sin escaseases, sería necesario elevar el salario medio actual un 90%. Esto crea una situación de apatía ante el trabajo; o peor aún, obliga a las personas a recurrir a ingresos ilícitos, ya que sólo en casos excepcionales se logra el doble empleo. Por eso durante la jornada laboral, ahorran energía, o están preocupados y sin iniciativas, pensando en cómo resolver sus problemas más perentorios.
Es cierto que la Educación y la Salud son gratuitas, que existen innumerables medidas que impiden del despido del obrero, que el trabajo en general está garantizado, a pesar del desempleo estructural que nos afecta. Ello crea cierta seguridad, pero las tiendas están abarrotadas de cosas que el pueblo no puede adquirir. Existen sin número de lugares de disfrute y distracción, donde no puede entrar; sin contar las elevadas expectativas que se le crearon a todo una generación que pudo, con facilidad adquirir un título universitario.
Por ejemplo, so pretexto de que los profesores universitarios tienen uno de los salarios más elevados del país y disfrutan de horario abierto, tiene prohibido participar en cualquier tipo de otra contratación. El gobierno supone que estos cubre un nivel de vida aceptable, para una persona que tiene que pararse cada día en un aula vestida correctamente, peor aún si tenemos en cuenta que toda la ropa se vende en divisa. Se han hecho ventas de alguna ropa o calzado a los maestros en especial, pero dichas ventas son del todo insuficientes. Este el precio que tiene que pagar el pueblo para mantener el dólar en los niveles en que se ha estabilizado, $25 por cada uno, e impedir la inflación desmesurada.
Los ancianos son los más afectados. Después de trabajar la vida entera con el fervor inusitado que creó la Revolución, debe ir a sus casas sin permiso de trabajo por dos años y una jubilación de doscientos pesos promedio, que no es ni el cinco por ciento de lo que necesitaría para vivir decorosamente. De ahí que la remesa familiar se haya convertido en la única esperanza legal.
Mi hijo mayor es algo rebelde, pero muy inteligente. Una mañana le dije: -Niño, están pasando por las casa preguntando dónde trabajamos y qué ingresos tenemos, parece que investigan si el nivel de vida de la familia se corresponde con el nivel de ingreso lícito. De inmediato él me contestó, -“¿y tú qué quieres que le diga, dónde yo digo que trabajo, ellos dicen que me pagan y yo digo que vivo con ello?; o les digo que vivimos de la remesa familiar, que es la única fuente legal de ingresos extraordinario. Yo viré la espalda y me fui riendo por lo bajo de su ingeniosidad. Pero es cierto, el único que sufre con todo esto es el pueblo, para el cual se hizo la Revolución, porque los dirigente, siguen manteniendo sus privilegios y si no los tienen establecidos, los buscan por la prerrogativas de su cargo, como el Jefe de Marié.
El Jefe ganaba 1200.00 pesos, salario que era alto a la altura del año 2000, pero él debía entregar dinero en dos casa –la de la esposa y la de la concubina. Cada mes Marié recibía la llamada del organismo y enviaba al chofer a buscar el Marié misma dividía muchas veces el dinero, cuatrocientos para cada una y cuatrocientos para él. Pero el Jefe no tiene que comprar ni alimentos, ni ropa, ni calzado, todo esto se lo facilitaba el Estado. Además tenía sus subterfugios para obtener la divisa. Generalmente los gastos en divisa de ambas familias y del Jefe salían de la empresa. El jefe de Servicios Internos se encarga de comprar todo lo que el jefe de escolta o su cocinera le pedían.
Cuando el Jefe viajaba al extranjero, costeado por la Empresa, claro está, venía cargado de regalos para sus familias. Ellos decían que el Jefe era tacaño, y en realidad lo era. Cada mes le daba a Marié el dinero para pagar la cotización del Partido, que ascendía a $39.00 pesos y luego le pedía el peso de vuelto. En su cumpleaños y el día de los enamorados, le regalaba flores, en las que gastaba unos cuarenta pesos. Una vez le regaló un pollo y otra un pavo, fue todo lo que recibió Marié como beneficio por la fidelidad tan cara que el pedía. A pesar de todo, ella creía que el trabajo siempre ennoblece.
XIII
El caudillo.
¿El caudillismo es una enfermedad latinoamericana? Una especie de jefe militar o de líder político, nacido en el entorno rural en un período de grandes diferencias sociales, ejerciendo un papel de patronazgo.
Hay quien opina que surgió con las guerras por la independencia latinoamericanas y las posteriores guerras civiles, con antecedentes en las más remota tradiciones hispánicas. Traído de la “Madre Patria”, ejerció patronazgo sobre nuestra cultura a medida que las posesiones de los primeros colonizadores se extendieron, algunos de los individuos más influyentes, acapararon poder, alimentos, tierras y otros recursos en mayor medida que la gente corriente.
Los poblados en los que vivían los caudillos se convirtieron en centros de actividad política y económica de la comarca y a partir de estas poblaciones principales, comenzaron a formarse las sociedades complejas que caracterizarían la región. Fue así como los caudillos aseguraron la emancipación de América y en la primera mitad del siglo XIX, tomaron las riendas del poder político, económico y social.
Representaba una estructura política primitiva basada en el poder individual, en la lealtad personal, en la autoridad del patrón y la dependencia del peón, hacía de los hacendados una clase sin rival. Nacido al amparo de las guerras, en su consolidación la violencia tuvo un peso mayor que la ideología.
Los intereses de los caudillos solían ser de carácter regional, por lo que los defendían frente al centralismo. Sin embargo, los espectaculares avances de algunos caudillos favorecieron el hecho de que pasaran de ser locales a transformarse en nacionales y federalistas, hasta que se convirtieron en defensores del poder central.
Particularmente en Cuba, el caudillismo fue una de las causas del fracaso de la Guerra de los Diez Años, nefasta tendencia de que en un territorio determinado sólo se respondiera a un jefe militar o caudillo y no a las instituciones y al orden establecido por el gobierno de la República en Armas y el Ejército Libertador. Defendían su región del poder colonial, pero tenían un concepto limitado de la Patria, que se define en la historiografía como Patria pequeña.
Mucho trabajó Martí contra el caudillismo y a veces sus palabras “Cree el aldeano vanidosos que el mundo entero es su aldea” me ayudan a comprender algunas páginas vividas en la Isla. “Política- decía Martí- es una ocupación culpable cuando se encubren con ella, so capa de satisfacciones indebidas, la miseria y desdicha patentes, la gran miseria y gran desdicha, del pueblo que los soberbios y los despaciosos suelen confundir con su propia timidez y complacencia”. Pero muchos y largos son los caminos a recorrer aún para completar el proyecto enunciado por el Apóstol y el caudillismo se enraizó en nuestra cultura; y amén de los procesos institucionales, supervive en el espíritu de la nación.
El Jefe de María Esperanza era un caudillo? Pequeño campesino que devino en cabecilla militar en los montes cubanos; se vanagloriaba, por la fuerza de la cultura, de las fincas del Estado que administraba como si fueran suyas y me recordaba a esos personajes bucólicos con varias esposas que conocí en la Sierra y que tiraban el sombrero cada día sobre la cama de la mujer con que iba a dormir.
Traía a trabajar con él a personas que había sido desechado por el poder en otros lugares, para que tuvieran que agradecerle personalmente hasta el aire que respiraban. La fidelidad personal se convertía en el primer requisito de cualquier carrera a su lado y ello incluía el permitir ser humillado públicamente, porque acostumbraba a insultarnos al menor descuido. Marié recordaba que una vez, en una reunión delante de todos, se refirió a su marido de forma peyorativa. Todos se quedaron de una sola pieza, porque el hombre no estaba presente; hasta el aire se hizo pesado, constaba trabajo respirar. Ella salvó la situación ocultando toda su ira en la coraza que se había labrado para soportar la compañía del jefe y sonrió dulcemente pidiendo que lo dispensaran, con el consabido daño espiritual que tal actitud le infringía.
Muchas veces, al levantarse por la mañana, el Jefe de Marié dejaba sobre el piso de su habitación la ropa interior, para que se la recogieran o escupía en el piso sin consideración alguna de los compañeros de trabajo con que convivía cada día y los que a veces, después de haberlo casi veinte años y de haberle ayudado a criar hasta sus hijos, se le olvidaba como se llamaban, vociferándoles “guardia”.
XIV
Conociendo a un héroe por dentro
Ayer me pusieron en una reunión de dirigentes partidistas un documental que retrataba como corrupción e ilegalidades toda la situación que vivía Marié cada día junto a su Jefe. Y ella se preguntaba ¿Cómo fue que soñador barbudo que bajó de la sierra se convirtió en práctico del nepotismo, la vanidad, el abuso de poder, la exageración de los éxitos, el servilismo concupiscente y la deshonestidad? ¿Tendría algo que ver con aquel fraude escolar, o eso surgió después con el socialismo real, o con la desaparición de éste y el retorno a fórmulas alternativas que revitalizaron determinadas manifestaciones del capitalismo?
Si algo aprendí en la vida de la experiencia de Marié, es que lo héroes son hombre de carne y hueso, con muchas virtudes como el valor y el arrojo, pero, hombres al fin, también con muchos defectos.
La familia del caudillo la constituían los diecisiete hijos, todos en Cuba; pero sólo dos fueron concebidos dentro del matrimonio ¡y qué matrimonio! Los hermanos, algunos se desconocían y otros se odiaban. Sentían el mismo rencor que generan los estratos sociales de cualquier tipo. Envidian la cercanía que tienen cada uno del padre, lo cual implica privilegios y benéficos económicos, mientras los más distantes se encontraban en condiciones deplorables.
No me da pena decir que un día Marié robó una cobija vieja del closet del Jefe para dársela a uno de los hijos que no tenía con qué taparse en invierno. Pero esa penuria le importara un bledo al viejo, porque era un hijo torpe, de los concebidos con una madre desequilibrada -como el mismo dijo- una noche de borrachera. En cambio otros son trasladados cada día a la escuela en automóvil, cuando no desean comer la comida del comedor escolar almuerzan con el padre al que no le falta nunca la carne.
Por su parte Marié los trata a todos los hijos por igual, porque aunque le concede al padre el derecho de las preferencias, no se lo permite a ella. Incluso a estos que prácticamente se han criado con él, les ayuda a hacer las tareas, le saca turnos al médico, los matricula en las escuela y hasta en alguna de ellas se han creído que es la madre.
Un año se organizó la fiesta para reunir a todos los hijos, nietos y bisnietos en el cumpleaños del Jefe y me contaron que “la siempre fiel esposa” presidió la comitiva. La única hija del matrimonio legítimo, que no estuvo presente, pretextó dolor en la columna para no tenerse que encontrar con sus “queridos” hermanos y sus familias. ¡Qué compleja puede llegar a ser la vida familiar!
En el trabajo Miarié tiene algunas personas que dicen ser sus amigos y algunos le son leales no lo niego, pero nunca arriesgarían ni un pelo por defenderla si esto fuera contra la opinión del Jefe. Los similares generalmente sienten temor de expresarse en su contra o delante de ella, por la persona a quien representa o por lo que pudiera contarle al Jefe; otros piensan que siempre están amenazados por su presencia –incluido el Jefe- porque cada día, desde su puesto de trabajo, ve su accionar no muy fiel, al no mezclarse en sus cambalaches; y el resto la odiaba porque ambicionan su posición, o la inmunidad que me concede por momentos.
Algunos de ellos, sin posibilidad real de competir con ella en experiencia o eficiencia, la odian por el sólo hecho de existir o de trabajar. No es una persona, es una puerta a través del cual se entra al Despacho y dentro de éste se puede conseguir muchas “soluciones”. Otros han intentado traicionarla, pero les perdona, estas son las circunstancias que trae comúnmente el vivir a la sombra del poder.
Creo que los más honestos y leales de todos los que la rodean, por los únicos que metería la mano en la candela, son los más humildes: el perrero, la pantencargada del patry, el custodio o los que vienen para que los ayude a resolver algún problema. Ellos le deben muchas gratitudes porque siempre se ha preocupado por ellos.
Pero de los amigos del Jefe de Marié se puede decir lo mismo. Sólo aparecen cuando necesitan algo o cuando quieren que los ampare para librarse de algún embrollo. Creo realmente que debe sentirse muy solo. Por ejemplo, había uno que lo acompañaba desde la juventud en su tierra natal y fue de los primeros que conoció la muchacha. No sé qué motivos crearon aquella amistad, pero si sé los que ahora la mantenían.
Este hombre les criaba los cerdos al Jefe y al hermano de éste. Con falsa apariencia de una finca del Estado, tenía en la casa una amplia producción que se beneficiaba del pienso y otros recursos de la Empresa que el jefe dirigía. Algunos de estos cerdos se destinaban a la despensa de éste amigo, del Jefe, de sus mujeres allegadas, su hermano y familia. Otros se vendía en el mercado libre campesino, mecanismo que utilizaba el Estado en ocasiones para nutrirse de circulante; otros servían para alguna actividad o agasajar un amigo.
A las fiestas que daba el Jefe sólo iban los más cercanos, a pesar de su posición a Marié nunca la invitaron, pero siempre se filtraba información de lo que allí sucedía. Dicen que una ocasión la esposa del Jefe, que no siempre estaba invitada, llegó con una cinta en la frente y dos plumas en la cabeza. Pero en esa ocasión se dieron una fajada tan grande en la propia fiesta que los improperios que ella les refirió no pueden repetirse. Por supuesto, todo quedaba en familia. Un día llegó al Despacho en el mismo estado, gritando que iba a arrastrar por los pelos a la prostituta de turno. Menos mal que con Marié nunca se metió, ni le faltó nunca el respeto.
Otro amigo cercano del Jefe era “El gallero”. Este con más de setenta años y cáncer de próstata, aún se teñía el pelo, era muy presumido y optimista. Se encargaba de ir a México a vender los gallos del Jefe y venir con el efectivo. En estas labores lo ayudaba otro amigo, más joven, que tenía todos los mecanismo de aduana engrasados para que fluyeran fácilmente. Él era el encargado de que todos los regalos para el Jefe procedentes del extranjero no tuvieran trabas en el aeropuerto. ¿Cómo lo lograba?, desconozco el mecanismo, pero más de una vez tuve que servirme de sus favores para ayudar a “amigos” que debían pasar mercancías por la aduana. ¿Qué esperamos de la amistad en estos tiempos?, ¿beneficios?, ¿privilegios? Creo que la amistad es mucho más que todo eso.
Su amor era otra cosa. Que la joven no entendía Siempre galante con las damas, creo que siente por todas nosotras una especial debilidad que no está ni remotamente relacionada con el concepto que yo tengo de amor, sino de lascivia. En eso se parece a mi padre. ¿Pudiera ser un problema generacional estimulado por el machismo? Suele comentarse que la que tiene su preferencia lo domina, pero siempre se asegura de que se establezca la competencia entre dos o más de ellas, para jugar el papel de gallo en su gallinero.
Una tarde en que se encontraban en una finca habanera, uno de sus cotos cerrados, le dijo: -”La cotorra se alborotó porque tu llegaste”, insinuación que tenía la intención de criticar mi locuacidad (siempre acostumbraba a hacer estos chistes de mal gusto). Y ella le contesté: -“también los gallos se han alterado, por temor a que le roben el amor de todas sus gallinas” Así era el amor para él, como el de los gallos finos, animal con el que le gustaba compararse.
No media en las relaciones entre el Jefe y sus parejas ni el más mínimo respeto por el espíritu de la persona sobre la que coloca su capricho, sino el ánimo machista de hacer una muesca más al cabo de su pistola. Así acumuló cientos de amores, muchos de ellos a la vez y fue regando por todos los campos y ciudades su semilla. El resultado de su pasión eran diecisiete hijos, veinte nietos y cuatro bisnietos. ¡Larga familia!
No es menos cierto que antes de conocerlo bien lo idealizaba Marié como le enseñaron hacer con los héroes. Sentía por él un inmenso respeto, inclinación lógica ante la imagen indescifrable del ídolo. Pero más tarde, cuando descubrió hasta donde rayaba la rusticidad de sus hábitos, el egoísmo que le inspiraba el poder, cesó el deslumbramiento. Al fin conocía como era uno de sus héroes por dentro y también otra visión del amor que le era desconocida.
XV
El despertar.
Ese año del 2003 Marié añoraba como nunca salir de vacaciones, el claustro del pequeño espacio de la oficina se le hacía insoportable y le daba la impresión que el Jefe -más pedante que siempre- disfruta con especial satisfacción de su angustia. Desde muchos días antes empezó a guardar en discos toda la información de su computadora, colocando después estos en sus cajas, como quien termina el trabajo de varios años y se dispone para un largo descanso. También anotó en su agenda personal los teléfonos que consideró le podrían ser útil en el futuro.
Nada racional podía explicar aquella actitud suya. No tenía ningún proyecto nuevo de trabajo, ni siquiera había recibido una propuesta estimulante; sólo existía la perspectiva del tradicional mes de descanso. Sin embargo, su espíritu - firmemente convencido de que había terminado una difícil etapa y que se iría de allí para siempre- gritaba libertad.
Ella y sus hijos habían planeado ir a pasar una semana a Puerto Escondido, un extraordinario paraje de la costa norte de la Isla, refugio exclusivo del pueblo cubano, después que los hoteles y otras formas de turismo pasaron a ser de uso de los extranjeros o de los “elegidos”. Aunque el viaje hacia ya no fue todo lo placentero que se deseara, al encontrarse parada ante el espectáculo del océano abierto ante sus pies, le embargó una gran emoción. Sintió que había alcanzado toda la dicha a que podía aspirar después de un arduo y mal recompensado esfuerzo.
Durante las reiteradas vacaciones de su vida, siempre junto al mar–en hoteles de lujo o en las rústicas cabañas- habían enseñado a sus hijos a reconocer la belleza de una puesta de sol en el Caribe, lo que para ella significaba un espectáculo insuperable. Pero esta vez, al quedarse sola contemplándola, advirtió de pronto su propio vacío. Durante años había trabajado neuróticamente siguiendo sus reglas internas y de forma inesperada se presentaba ante ella aquel sentimiento de haber concluido. ¿Qué pasaría? ¿Estaría próxima la muerte?
Ese año se cumplía su cuarto año en el Despacho. No sentía el mismo orgullo que cuando cumplió treinta como profesora, entonces apreciaba decírselo a todos, aunque los laudos de ese largo período se reducían al siempre fiel reconocimiento de sus alumnos, objeto de aquel espíritu de perfeccionamiento humano que le había acompañado durante toda mi vida. Pero ahora sólo quería escapar, que todos olvidaran su nombre, ignorar que había vivido a la sombra del poder.
¿Qué dejaba detrás? Muchos silencios, espacios en blanco que su mente no podía rellenar, ¡el porqué de tantas cosas! Se había perdido en el camino que había seguido toda la vida y no se podía encontrar.
Tal vez secretamente le confortaba la satisfacción del deber cumplido, como suele decirse y en el fondo de su corazón, el sagrado amuleto de haber ayudado a muchos que sin su presencia en aquel lugar, nunca hubiesen sido escuchados por nadie. Pero, ¿a dónde habían ido mis sueños?, ¿dónde la imagen que desde niña había guardo en su mente de los héroes? Fue entonces cuando decidí escribir la historia de María Esperanza.
A medida que contemplaba el rítmico y acompasado movimiento de las olas y las místicas tonalidades en el horizonte, recordaba que había sido una niña consentida, como casi todos los hijos deseados. Desde pequeña habían alimentado su imaginación los libros de cuentos y como muchos enamorados de la utopía en la década de los 60, influyeron en su formación las revoluciones y los héroes.
Los niños suelen aprender a hablar correctamente a los dos años, pero muchos adultos no aprenden a escuchar jamás. En aquel lugar de trabajo Marié había aprendido a oír los problemas de los demás y a valorarlos por encima de los propios; luchar hasta el cansancio para que éstos tuvieran solución y sin embargo, no esperaba agradecimiento alguno y mucho menos del Jefe, a quien su actitud lo hacía sentirse amenazado y desconfiaba de lo que ella pudiera hacer con lo que veía a diario.
¿Es que ésta no era la causa de los humildes como me habían enseñado de niña? –se preguntaba en silencio para que no le calificaran de inmadura. Ella no hacía nada que pudiera abochornar a nadie, por el contrario, era su única satisfacción en esos momentos elevar hasta las masas la imagen del líder. Pero ese no era su demagógico interés. Es cierto que recibía a muchos por mantener una imagen, pero luego no hacía mucho por ayudarlos realmente, misión que fue recayendo poco a poco sobre Marié.
Eso sucedía, como se enteró después, porque ocuparse de problemas que cualquier ciudadano común, en cualquier lugar del mundo, consideraría como necesarios y que se adquirían fruto del trabajo (casa, comida, empleo. transporte), aquí eran vistos como prerrogativas que sólo podían obtener los preferidos del poder, a costa del sacrificio que algunos imponía, o de amigos que se los “resolvían”. Fue así como en Cuba la palabra “resolver” sustituyó a la de comprar o a cualquier otra relacionada con adquirir los medios de vida.
Pero Marié no pertenecía a los que podía distribuir o a los que decían a quién favorecer, no era de los dioses todo poderosos encargado de sancionar qué era bueno y qué malo y por eso su Jefe miraba con recelo el atrevimiento con que ella gestionaba la solución de los problemas de otros- mientras los de ella seguía sin resolverse. De ello dependía el pan nuestro de cada día para los que allí acudía con sus quejas y el que lo ganara algo fuera de lo estipulado, no era honrado, Por eso había que decir -a todo lo referido por el jefe- que sí, porque una negativa podía interpretarse como falta de lealtad al dirigente, que además personificaba a la Revolución.
Tal situación fue creando -mucho antes del período especial, antes aún de que se permitiera venir a la comunidad cubana en el extranjero- diferencias. Entre el caqui y el verde olivo empezaron aparecer los productos del extranjero, ropa y el calzado que sólo poseían los elegidos. Aún recuerdo que la primera vez que había visto en la televisión a un artista con tenis Adidas, fue a los hijos del Ministro de Transporte en el programa “Para Bailar”. Ellos habían ido como aficionados a la competencia. Después el problema se acrecentó con la escasez que trajo el Período Especial, hasta llegar a la situación descrita.
Pero todo eso había pasado hacía mucho tiempo y en el espectro de sus recuerdos, que ahora se mezclaban con la perfección del paisaje, la imagen de aquella etapa gloriosa provocaba en ella la emoción que se siente al escuchar los arpegios de una vieja tonada. Mirar a otro lado sería el desengaño y el tedio. Las intrigas de la oficina le quitaron el sueño. Ella sabía que terminarían minando su espacio.
En la su temprana juventud, siempre enamorada, había postergado a la familia y al matrimonio por el deber y el orgullo de defender sus ideales; de los amores sólo le quedaron sus dos hijos. Cuando los años le dieren la mesura que viene con ellos y perdió el miedo a la soledad aparente que crea la falta de una pareja, sintió que sólo se había hecho acompañar para ocultar el fracaso de no haber tenido un amor verdadero. Ese verano había iniciado sus vacaciones, solamente acompañada de sus hijos, pero no sentía nostalgia por ello.
La aparente soledad la había compensado con un fructífero trabajo. Muchas emociones le acompañaron a lo largo de su vida, cientos de metas cumplidas… Sueños realizados. Siempre ambicionado la perfección por aquello del desarrollo integral y la de imagen del Che, que perpetuamente estuvo a su lado, había aprovechado los mejores años de su juventud tratando de alcanzar sueños, de buscar amor entre todos los que le rodeaban. Tarde vino a comprender que no se deben tentar a los demonios que se encuentran dormidos en el alma de los seres humanos, si no se quiere probar el sabor del fracaso.
Por eso ahora se sentía como aquel que supuso que venía de todas partes y paradójicamente se preguntaba ¿qué tienen realmente los hombres si no aman sus recuerdos? ¿Es que acaso aquella amiga que le escribió desde el norte diciéndole que se había hastiado de todo, no se cansó también de mirar su propio rostro en el espejo?
Ya no estamos en la época de la “Revoluciones Triunfantes”, por el contrario; la ingenuidad y la dulzura fueron golpeadas con azadón de fuego; ya no era la niña pueblerina que fue entonces, ha pasado mucho tiempo... Tiempo también de guerra, pero de esta otra donde el hastío se apropió las ilusiones y cambió el color los sueños. Sólo ansiaba marcharse, huir de todo y con el pretexto de las vacaciones, meditar en silencio.
Volvemos a la etapa de transición y otra vez se proyecta un mundo mejor. Después de la “caída del muro de Berlín” parecía que ese futuro luminosos se alejaba del alcance de todos; pero primero se empezó a hablar de socialismo del siglo XXI y se fueron poco a poco fortaleciendo las voces alternativas que se levantan contra la impunidad del imperio, la masacre de los pueblos, la destrucción de culturas milenarias y del feroz predominio de mercado que destruye la espiritualidad de los hombres, destruyendo todo rasgo humanista. Seguir cantando a los sueños, como pretendía Marié, vuelven a deslumbrar en el horizonte, aunque lejano aún.
Terminaba la tarde y la base de campismo tomaba el típico ritmo de las noches en este lugar; sus hijos y sus muchachas se preparaban para el baile, sabía que no le dejarían allí y que se vería obligada a acompañarlos, pero esta vez, increíblemente, no tenía ganas de moverse al compás de la música, siempre una gran restauradora de su espíritu. Después de mucho tiempo se encontraba acompañada de ella misma, de esa de la que en el bullicio y la dinámica de la ciudad había tratado de olvidar.
Pero la realidad es inexorable, siempre te sumerge de nuevo en la actividad y comienzas a perderte inexplicablemente en un interminable número de acciones que sin un objetivo previo y comprensiblemente racional para todos, pueden parecer alienables. Durante todas esas vacaciones se movió entre ambos estados de ánimo, o me descubría o se enajenaba. Algo había fallado, pero no sabía qué.
Ayudaba al Jefe a escribir sobre sus victorias en la Sierra Maestra y fue entonces cuando tomó la decisión de escribir una historia diferente, la historia de la gente sin historia. María Esperanza era esa ingenua y joven revolucionaria que no podía dejar morir dentro de ella.
En unas vacaciones iguales pero diferentes Marié había sido convocada para trabajar en el Comité Nacional de la UJC, donde se preparaban los materiales del VI Pleno de la Organización. Como estudiante del Pedagógico, ella iba a ocuparse en la Secretaría de Educación, en aquel entonces dirigida por el prepotente y egocéntrico Mok.
La muchacha había llegado allí como quien llega al cielo y se encuentra rodeada de los arcángeles, trabajaba con entusiasmo, con pasión puede decirse, pero otra cosa tenía en mente ese otro jefe, al que nada le importaba lo que intelectualmente pudiera aportar Marié. El sólo miraba sus torneadas piernas y esperaba la oportunidad para lanzarse sobre ella.
Una tarde, utilizando su autoridad y carente de toda hombría, la citó a su oficina con un pretexto de trabajo y lo que hizo fue declararle sus intenciones. La bella muchacha se indignó, sentía en su carne por primera vez el acoso y el abuso de poder. Acalorada tiró la puerta y salió a la calle donde no vio el carro que se aproximaba. Después de eso todo fueron gritos, frases incoherentes, la realidad se nubló ante sus ojos, los oídos le zumbaron y se hizo el silencio. María Esperanza comenzó a morir.
Un sábado que no trabajaba los escoltas del Jefe la llamaron a su casa. Según le dijeron ellos, él me necesitaba. De inmediato dejó lo que estaba haciendo, se bañó y se vistió apresuradamente, terminando casi cuando el carro que le recogería tocaba el claxon a mi puerta. Algo le decía en su interior que se enfrentaría a un momento muy difícil, quizás el más difícil de su vida, por eso se tomó un sedante. Llegó a la oficina y siguió la rutina de todos los días, avisándole primero al Jefe de que había llegado. Trascurrió como una hora y ella seguía ocupada en la rutina diaria cuando le mandó a buscar.
En la habitación se encontraban dos personas más, lo que le ha hecho pensar con el tiempo que él temía su reacción. Sólo dijo que había perdido la confianza en ella y que ya no iba a trabajar más en el Despacho. La causa de la pérdida de confianza no la dijo, pero estoy segura de que sabía, por su inteligencia y sagacidad característica, de que ella sería capaz algún día de contar todo lo que había callado hasta ese momento. Y como siempre, tenía razón.
Todo se nubló ante sus ojos, los oídos le zumbaron y se hizo el silencio. No recuerda nada más excepto que en ese momento pensó en María Esperanza y en aquel triste día en que la comencé a perderla. Y ese fue todo el desenlace de vivir a la sobre del poder.
Epílogo
Han pasado veinte años desde que ocurrieron los hechos que relato, pero por distintas causas y con nuevos matices, padecemos una nueva crisis económica. Algunas terribles lecciones se aprendieron por nuestros gobernantes, otras son tareas pendientes. Ya no quedan casi líderes de la Revolución en sus orígenes, los cuales tenían una legitimidad natural por sus hazañas; los nuevos dirigentes tienen que hacerse de la confianza de su pueblo mediante la idoneidad en su trabajo. Tarea difícil.
A mejorado la comunicación con el pueblo y la descentralización de la toma de decisiones, pero se mantiene la inercia por tantos años de ordeno y mando. La gente tiene miedo tomar la iniciativa y que luego la castiguen por equivocarse. Sobran ejemplos de ello en el pasado.
La emigración sigue siendo masiva y los desterrados crecen, porque le gente le sigue huyendo a las calamidades que debe enfrentar el pueblo después de dos años de pandemia casi sin producir y con un turismo menguado; además, soportando el recrudecimiento del bloqueo y la inclusión de Cuba en la lista arbitraria y espuria como país patrocinador del terrorismo. Pero se han flexibilizado mucho la relación con ellos. Al fin se entendió por la parte cubana que los lazos familiares con más fuertes que las ideologías; pero ahora las trabas las pone el gobierno de los Estados Unidos, acompañadas de campanas difamatorias contra nuestro pueblo, porque continúan queriendo vencer por hambre la dignidad cubana.
¿Y qué ha sido de María Esperanza? Sigue siendo tan terca y comunista como antes. Los errores e injusticias cometidos en contra de ella no le hicieron perder el rumbo, porque según su opinión, no se deja vencer por el resentimiento. Los hombre cometen errores, pero la patria y la Revolución no son culpables de ellos. Las ideas y principios que defiende son justos y no los traicionaría por ningún bien material.
Después de estigmatizada y sancionada fue a trabajar como profesora reincorporada de nuevo a la Universidad, porque así lo necesitaba la educación de su país, después que en el Período Especial el éxodo de maestros fuera significativo. Recuperando sus viejas habilidades y adquiriendo otras nuevas, se convirtió con su esfuerzo en una buena profesora de Ciencias Sociales y trabajó durante veinte años más. Se jubiló definitivamente en enero del 2023, porque la catarata le impedía ver el registro de asistencia y los trabajos de sus alumnos.
Operada en el Pando Ferrer, ahora se dedica a combatir a los enemigos en las redes sociales o escribir cosas que considera importantes que queden plasmadas para la historia, por eso que se dice de que si no conocemos la historia, volveremos a cometer los mismos errores. Para que no quede por ella. También le escribe a políticos y funcionarios cuando considera que algo no se está haciendo bien, esa es su forma de seguir ayudando a su razón de existir: la Revolución cubana.
Siempre le enseñé a mis alumnos que había dos caminos en la vida: uno, donde se vive mejor; el otro, donde está el deber. Yo, por supuesto, que había escogido el segundo, vivía la irreal satisfacción de los que hambrientos de cuerpo, tenían el espíritu repleto de sueños. Me guiaban mis ancestros, los idealistas de las causas justas: Cristo, Martí, Fidel; y aunque ninguno de ellos dejó nunca de tratar de multiplicar los panes y los peces con la absurda esperanza de hacer que alcanzaran para todos, nos vanagloriábamos de ignorar lo material.
Persistentemente quise mostrar a mis discípulos cómo serían los héroes por dentro, puesto que continuamente me cuestionaba si aquel busto de Martí -frente al cual cantábamos cada mañana el himno de la patria- tenía la dimensión del hombre de la “Edad de Oro”. A la misma vez, no podía explicarme realmente cómo serían esos sin los cuales era imposible escribir la historia.
Contrario a lo que piensan algunos, es muy interesante apreciar qué de verdad hay, cuando en las noches oscuras, a través de la luz de la vela que le enciendo para que su espíritu siga volando en mi recuerdo, veo el rostro de una anciana y le digo: -“abuela sólo fuiste culpable de vivir intensamente”. Simultáneamente viene a mi recuerdo la imagen de la adolescente que fui. Entonces me pregunto: “¿hasta cuándo ellas continuarán viviendo dentro de mí?
La abuela murió cuando deseaba hacerlo y no cuando nadie se lo impuso. Murió sólo cuando consideró que yo debía seguir el camino por mí misma. Ante su ataúd lloraba convencida de que si me oía se levantaría, como hizo tantas veces en mis noches de niña malcriada. Algunos le parecerá tonto querer a una abuela así, porque nunca la han tenido. Cada día ella me sigue hablando. Resiste –dice- no dejes morir nunca a la niña que duerme dentro de ti.
Si he podido escribir esta sórdida historia ha sido apoyándome en ella y en la imagen de quien fui, porque no quiero que nunca mueran. ¿A quién culpar de su suerte?, ¿al desconocimiento?, ¿al oportunismo?, ¿al poder?, ¿al hombre? No lo sé, pero María Esperanza es mi canto a la fe en vida. Tiene la belleza de una tortolita, la sensibilidad de la mimosa púdica, es divina y cuando canina por las calle de mi Habana, los jóvenes le dicen: -“Adiós felicidad”. Los que la amaron, así la veían. Por todo eso es necesario protegerla. Si agoniza en pleno siglo XXI. ¡Salvémosla!
[i] Así llaman en Cuba al hacer alarde de prosperidad económica